Duele Crecer

Capítulo 12 “La carpa rota”

Mientras diez hombres del grupo guerrillero aseguraban las zonas perimetrales formando anillos de protección, Machete se reunió a veinticinco más en el camino. La formación era rápida, rígida, casi automática. Sabían que estaban en zona caliente.
—¡Atención! —gritó Machete con voz de trueno, seco, sin espacio para dudas—. El recorrido es de cinco horas, ya lo saben. Tres metros entre cada uno. Suza, al frente. Ojo pelada, que así la ruta esté trazada, cualquier cosa puede pasar en el camino.
—¡Sí, comandante! —respondió Suza, una de varias guerrilleras del grupo, sin levantar la vista.
—Flaco, ¡oiga, güevón! ¡Oeee! Páreme bolas hermano. Hoy le tocó atrás. ¡Mosca pues! Que la última vez, en pleno hostigamiento de esas gonorreas, perdimos a Corozo porque usted andaba pensando en quién sabe qué mierda. ¡No quiero sorpresas! ¿Oyó?.
—¡Sí, comandante!
—Burbuja, al medio, conmigo.
—Sí, comandante —respondió él de inmediato, casi por reflejo.
Justo en ese momento, el cielo se partió en dos y se largó un aguacero, era incontenible. No era una llovizna, era como si el cielo se hubiera rendido de golpe. El agua caía con rabia, con estruendo.
Los hombres sacaron sus carpas de campaña y miraron de reojo al comandante, esperando alguna nueva orden. Pero Machete no era de esos que dan tregua ni en el infierno.
—¡Mientras más rápido se la pongan, más rápido salimos! ¡Rompan filas!
Burbuja, empapado hasta los huesos, se giró a su lado y vio a Martín, con las manitas empuñadas, temblando como una hoja. Estaba inmóvil, los ojos llenos de frío, pero también de ternura, como si buscara con la mirada un poco de compasión, como si esperara que alguien —cualquiera— hiciera algo.
Burbuja tragó saliva. Se puso la carpa y buscó en su equipo. Entre un par de latas de comida y un pañuelo viejo, encontró un buzo verde oliva, robado de una dotación del ejército meses atrás. Lo sacó, se agachó y lo sostuvo frente al niño.
—Dani, ven, ponte esto. No sé cómo hacer para que no te mojes... Espera, espera... ya sé. Ven, paremos acá debajo de este pino. Te voy a improvisar una carpa.
Con rapidez, Burbuja se quitó la mochila, rebuscó entre su equipo y encontró una sobrecarpa de esas finas, de material sintético impermeable. Se le iluminó la cara. La desdobló, desenfundó el machete y comenzó a cortar un trozo. El material era duro como cuero reseco. Tuvo que llamar a un compañero cercano.
—¡Camarada, venga, sujétela aquí mientras corto! ¡Rápido!
El otro lo miró raro, pero accedió.
Burbuja dejó un pedazo amplio, lo dobló, y le hizo un hueco justo en el centro. Era para la cabecita de Martín. Una especie de capa improvisada. Nada bonito, pero útil. Al menos, el cuerpo del niño estaría menos mojado que antes. La cabeza y los piecitos aún quedarían expuestos... pero algo era algo.
—Aquí está, niño —dijo con una sonrisa genuina.
Pero esa pequeña victoria duró poco.
—¡Burbuja! —gritó Machete desde el otro extremo del grupo. Caminaba hacia él con el rostro torcido de furia—. ¿Qué está haciendo, güevón? ¿Aquí vinimos a hacer obras de caridad o qué?
—Comandante, yo... solo pensé que...
—¡Pensé nada, marica! ¡Aquí se obedece! Si ese chino se muere de frío, se entierra en el camino y punto. ¡Quítele esa carpa ya! ¡Es una orden!
—Sí, comandante...
Burbuja se arrodilló frente a Martín, derrotado. Sus manos temblaban tanto como las del niño. Le quitó despacio la carpa improvisada, con rabia contenida, con dolor.
Se acercó al oído del niño y le susurró con voz rota:
—Aguanta, Dani... te lo juro, lo voy a solucionar.
Martín, tiritando de pies a cabeza, solo alcanzó a mover la cabeza en señal de “sí”, apretando los dientes. Era un “trato” silencioso entre dos almas en pena.
—Al menos no vio el buzo que te puse... aunque sé que te vas a mojar. Pero aguanta, Dani. Lo vamos a lograr.
Burbuja enrolló la carpa que le había quitado y la escondió en el bolsillo lateral de su pantalón. Luego presionó bien la cuerda que lo unía al niño y se aseguró de dejar la otra mano de Martín suelta, por si tropezaba y necesitaba sostenerse.
La fila comenzó a moverse. Los pasos sobre el barro hacían un ruido áspero, como si todos caminaran sobre el alma de la montaña.
—Vamos, Dani... tras de mí. Yo te voy a cuidar.
Ese niño, frágil y pequeño, estaba exhausto. Había pasado por demasiado en tan poco tiempo. Su cuerpo estaba débil, pero en su mente latía la fuerza de un gladiador. Esa clase de espíritu que ni el hambre, ni el frío, ni la violencia podrían destruir.
Burbuja, con su uniforme empapado, avanzaba con él atado a la cintura. Y aunque no podía desobedecer más, su corazón ya había tomado partido.
Martín, en medio del horror, acababa de encontrar un ángel pasajero.




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