—¿Lista para el viaje, doña Ana?
—Lista, don Ovidio. Quiero llegar cuanto antes al pueblo… lo único que deseo es encontrar a mi niño.
—Lo encontraremos, doña Ana, no se preocupe.
—Dios nos lleve con bien, mijo.
Con un grito breve de aliento, doña Blanca se despidió desde la puerta de su casa, viéndolos salir de su patio con un nudo en el alma.
El camino no sería fácil. Por ahorrar trayecto, don Ovidio acostumbraba tomar atajos por trochas y veredas apenas transitadas, caminos diseñados más para bestias que para personas. Sabía que podrían enfrentarse a pantanos profundos, terrenos tan peligrosos que tendrían que desmontarse para cruzar por zonas más secas. Conocía también los riesgos de animales salvajes y de personas peligrosas rondando la zona. Por eso no salía nunca sin estar preparado: escopeta y cartuchos, carpas, ruanas, botas de caucho, termos con café caliente y otros víveres indispensables.
—A ver, doña Ana, cuénteme qué fue lo que pasó. Sé que viene por su hijo, pero me gustaría entender los detalles.
Ovidio marchaba detrás de ella, atento por si en algún momento necesitaba socorrerla.
—Don Ovidio… es una historia larga, pero le contaré lo esencial.
—La escucho, señora.
—Martín es un niño que quedó huérfano siendo aún más pequeño. Uno de sus padres murió por enfermedad, al otro lo asesinaron los grupos armados de la zona. Tenía un hermanito mayor que desapareció hace años, justo antes de que sus padres murieran. Desde entonces, Martín ha pasado de casa en casa, sobreviviendo con la ayuda de la gente buena del pueblo. Es un niño especial, muy inteligente, yo diría que un genio. Aprendió a ganarse unas monedas haciendo mandados y favores; últimamente estaba trabajando con don Olimpo, el del granero.
—Sí, sí, claro, lo distingo. Vive en la otra vereda, cerca de mi casa, en El Pantano.
—El caso, don Ovidio, es que esta mañana Martín salió muy temprano para el trabajo, después de una noche espantosa de tiroteos y bombardeos. Eran las cinco y media de la tarde y no había vuelto. Me preocupé, fui al granero y no estaba, el billar, donde Olimpo suele ir después de cerrar, y tampoco. Estaba cerrado. La gente del pueblo no sabía nada. Fue su hermano quien me mandó hasta aquí, pero su vecina me dijo que muy temprano Olimpo salió con su esposa y varias maletas… Del niño, nadie ha vuelto a saber nada.
La voz de doña Ana se quebró. Le temblaban los labios de nuevo, los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Él es lo único que tengo. No dejo de pensar que en este momento puede estar sufriendo, o en peligro. No me lo perdonaría nunca si algo le pasara.
—Ese niño no merece tanto sufrimiento junto… —murmuró Ovidio, con el ceño fruncido.
—Gracias por ayudarme… de verdad.
—No me dé las gracias, señora. Lo encontraremos. Y cuando lo hagamos, usted podrá darle todo ese amor que ya ha sabido darle hasta ahora. Solo tenga fe… y no la suelte nunca.
—¿Usted cree que puede estar en el hospital? —preguntó Ovidio de repente—. Tal vez sufrió un accidente, y lo tienen allá.
—¡No había pensado en eso, don Ovidio! Apenas lleguemos, iré directo a preguntar.
Mientras conversaban, la carretera de tierra terminaba, y se abría ante ellos un sendero de montaña, húmedo y angosto. La noche comenzaba a cambiar. El aire se espesaba, la oscuridad se hacía más densa y la llovizna se volvía insistente.
—Paremos aquí unos minutos —dijo Ovidio, desmontando su bestia.
—¿Qué pasa? —preguntó Ana, extrañada.
—Vamos a ajustarnos las ruanas y la carpa. Además, le traje unas botas de caucho que siempre cargo. Son de mi mujer. Venga, yo la ayudo.
Se agachó con cuidado y le quitó los zapatos.
—Mire eso… calza igual que mi señora. ¡Qué belleza! Venga, le pongo la otra.
Doña Ana soltó una pequeña risa, la primera en días. Una risa que no borraba el dolor, pero lo espantaba por un instante.
—Qué amabilidad, don Ovidio. ¿Cómo le voy a pagar todo esto?
—Descuide, señora Ana. Si yo estuviera en su lugar y llegara a su casa buscando ayuda, estoy seguro de que usted también me tendería la mano.
—Aaah… eso sí —dijo ella, soltando una sonrisa sincera, cálida.
—Ya estamos listos. Le guardé los zapatos en la bolsa para que no se mojen.
—Gracias, señor.
—Venga, déme la mano y suba el pie… Linda, mi yegua, es un animalito muy formal. No se moverá hasta que usted esté cómoda.
Le guiñó un ojo mientras la ayudaba a subir. Aunque en la noche poco se vía.
El camino era oscuro, no solo para ellos, sino también para sus almas. Para doña Ana era un territorio desconocido; para Ovidio, aunque familiar, no dejaba de ser peligroso. Llevaba linternas, sí, pero no las encendía: la luz encandila a las bestias en la noche, y ellas, acostumbradas a la oscuridad, sabían guiarse mejor en esa oscuridad profunda.
Confiaban en sus monturas… y en la esperanza que llevaban colgando del pecho.