El camino seguía angosto, cubierto de barro y sombras que se deshacían con cada paso de las bestias. Ovidio iba adelante esta vez, guiando con voz baja y firme a su yegua, mientras Ana lo seguía montada en otra. La lluvia no paraba, caía del cielo como si el mundo estuviera llorando con ella. Cada tanto, un relámpago iluminaba los árboles retorcidos a los lados del camino, y el sonido de los truenos hacían que el corazón le palpitara aún más fuerte.
La esperanza de encontrar a su niño le mantenía la fuerza en el cuerpo, pero la incertidumbre la ahogaba.
—Don Ovidio, ¿falta mucho? —preguntó doña Ana, entre el ruido de la lluvia.
—Un poco más, señora… ya casi salimos de este trecho y entramos a la vereda que lleva directo al pueblo. ¿Está bien? —dijo sin detener el paso.
Ana apenas asintió. Pero justo en ese instante, los cascos de los animales se detuvieron. No por miedo, sino por instinto. Algo venía bajando por la otra loma, del otro lado de la selva. No era un animal salvaje. Eran pasos, muchos, pero sigilosos. Una sombra entre la lluvia. Sombras humanas silenciosas.
Ovidio alzó la mano en señal de silencio y apagó el pequeño farol de pilas que usaba colgado en su montura. La noche se hizo más oscura, como si se tragara el aire. Ana, tensa, se inclinó hacia adelante. Los arbustos al borde del camino se movían. En la penumbra, se delineaban figuras humanas avanzando en fila india. No hablaban. No usaban linternas. Caminaban solos. Como fantasmas. Como gente preparada para pasar desapercibida.
Entonces Ana lo vio.
Entre las siluetas mojadas a la distancia, entre los cuerpos armados, caminaba un niño. Tenía el tamaño de Martín. El cabello revuelto. La ropa desgastada. Llevaba una cuerda amarrada a la cintura. Por un segundo, Ana sintió que el alma se le salía del cuerpo. Sentìa como esa ilusión gigante que tenía volvía a su cuerpo mas viva que nunca y no pudo resistirla.
—¡MARTÍN! —gritó, descontrolada, bajándose de la bestia casi cayendo.
—¡MARTÍN, MI AMOR! ¡MI NIÑO!
—¡Señora, no! ¡Cállese! —dijo Ovidio desesperado, tratando de bajarse para cubrirla.
Pero fue tarde.
Uno de los guerrilleros de la fila, sorprendido por el grito, corrió hacia ella asustado pero dispuesto a lo que fuera. No era el niño que llevaban, sino otro, más grande, con un rostro distinto. 
Ana, empapada y confundida, trató de abrirse paso entre los matorrales, llorando, gritando el nombre de su hijo. Ovidio intentó alcanzarla.
El guerrillero la encontró al paso y la sujetó con fuerza del brazo. Le dio un golpe con la culata del fusil para silenciarla. Ana cayó de rodillas, con la cara empapada y las manos en el pantano.
—¿Está loca o qué, vieja hijueputa? —escupió el hombre, mientras otro guerrillero se acercaba corriendo a ver qué pasaba.
—¡No hace parte del plan camarada, no hace parte! —gritó uno. —¡Vámonos ya camarada, rápido!
Uno de ellos quiso quedarse, otro sugirió matarla, pero el que parecía estar al mando lo ordenó todo rápido:
—¡Déjenla viva! gritó desde más atrás. ya hizo ruido! Pero muévanse antes de que los chulos escuchen algo más. ¡Nos largamos de aquí ya!
Y como llegaron, se fueron. Como sombras. Desapareciendo entre la maleza, sin dejar rastro. El niño que Ana creyó ver, que juraba había sido Martín, no estaba, no era, no se parecía. Solo quedaba el golpe en su rostro, la sangre corriendo por su rostro, y un vacío en el pecho que ahora dolía aún más. Una grieta insostenible en su alma.
Ovidio llegó a su lado, la levantó con fuerza y miedo y no pudo evitar su maltrato.
—Señora Ana… ¡Dios mío! ¡Tranquila, por favor! ¡Tranquila!
Ella apenas podía hablar.
—Era él… lo vi… yo lo vi… —repetía una y otra vez.
Pero no era él.
Ovidio la ayudó a subir nuevamente a la bestia, le limpió con una ruana el rostro y sacó un termo de café de su bolso.
—Tome, señora… beba esto. Lo necesita más que nunca. No fue su niño… pero lo encontrará. Se lo juro, tarde o temprano lo va a encontrar.
Y la marcha siguió. Más lenta, más tensa… pero con una nueva herida en el corazón de Ana: la ilusión de haber visto a su niño, y la culpa de no haberlo alcanzado.