Duele Crecer

Capítulo 15 “La jaula”

Después de más de cuatro horas caminando entre barro, lluvia y raíces ocultas bajo la maleza, los pasos de Martín comenzaban a arrastrarse. Cada tanto tropezaba, pero se reponía apretando los dientes. Sus pies, dentro de unas botas ya llenas de agua y barro, dolían como si cada paso fuera una herida nueva. Sentía las ampollas reventadas en los talones, y el roce constante del material mojado le provocaba ardor. Ya no lloraba, no porque no tuviera ganas, sino porque su cuerpo había aprendido a contenerlo para no gastar muchas energías.
Burbuja lo notó. Aunque no tenía autorización para detener la marcha, aprovechó un momento en el que la columna giró en una curva cerrada entre la maleza para salirse disimuladamente del camino. Tomó a Martín del brazo y, sin levantar sospechas, lo llevó detrás de unos arbustos espesos que ofrecían algo de cobertura. Lo sentó con cuidado sobre una piedra húmeda, se quitó el morral y sacó un pequeño termo de metal.
—Toma, despacio... —le dijo, ofreciéndole agua tibia—. Te va a ayudar con el frío.
Martín temblaba, más por agotamiento que por el clima. Bebió con manos temblorosas. No quiso decir mucho, solo le devolvió el termo con un hilo de voz:
—Gracias, Burbuja…
El guerrillero le acomodó mejor el buzo de lana, el mismo que él le había prestado horas atrás. Miró hacia el camino, atento. Sabía que no podían tardarse mucho. El grupo no esperaría a nadie.
—Ya casi llegamos, Dani —le dijo en voz baja, usando ese apodo con el que intentaba mantenerlo fuerte—. Te vas a poder acostar, comer algo y dormir un poco. Pero tienes que ser fuerte, ¿sí?
Martín asintió. No dijo nada más. Burbuja lo ayudó a levantarse y volvieron a integrarse con el grupo, como si nada hubiera pasado.
Media hora después, los llevaron montaña abajo por un camino más estrecho, hasta que se toparon con una pequeña quebrada. Cruzaron con cuidado, pisando sobre unas piedras húmedas. Justo abajo de la montaña, oculto entre la neblina y árboles altos, apareció el primer campamento: lonas verdes camufladas entre ramas, techos plásticos negros tensados con cuerdas entre los troncos y un par de fogatas tenues rodeadas por bidones, cajas y mochilas.
Pero lo que más impactó a Martín no fue el lugar, sino lo que vio apenas pusieron pie dentro.
A la derecha, en un espacio cercado con malla oxidada, había al menos una docena de niños. Algunos dormían sobre el barro, otros estaban sentados, cabizbajos, cubriéndose con pedazos de cobijas rasgadas. Había unos más pequeños que lloraban en silencio, y otros que simplemente miraban al vacío, con la mirada ida. como zombies en una ciudad arruinada. Uno de ellos, un niño de unos seis años, se le quedó mirando a Martín cuando este pasó. Tenía la cara manchada de hollín, los ojos vidriosos y el cuerpo cubierto por un saco demasiado grande.
Más allá, en un rincón apartado, se escuchaban toses secas. Había una jaula medio caída donde se veían niños acostados sobre tablas de madera. Algunos respiraban con dificultad. La peste del lugar era penetrante: mezcla de humedad, sudor, orines y enfermedad. Nadie hablaba de eso.
Otros chicos, un poco mayores, estaban en plena faena: uno partía leña con un machete demasiado grande para sus brazos; otro limpiaba armas bajo la supervisión de uno de ellos. Uno más recogía basura y botellas alrededor del campamento. Todos tenían una expresión común: resignación.
Martín tragó saliva, respiró hondo. Su estómago se retorció. Sintió miedo. Miedo de volverse como ellos. De perderse. De no volver a ver a doña Ana nunca más. Solo tocaba su manilla con sus manitos temblorosas, como si tocara el rostro de su padre en la enfermedad.
Burbuja notó su temblor y, sin que nadie lo viera, le apretó la mano.
—Tranquilo… todavía no es el final.
El comandante, un hombre seco, con los ojos siempre entrecerrados, dio una orden con la mirada. Burbuja entendió sin necesidad de palabras. Tomó a Martín del brazo y lo llevó hasta la jaula. Empujó la endeble puerta de alambre, que chirrió con un lamento metálico. Adentro, el aire era más denso. Los otros niños, entumecidos y desorientados, ni siquiera voltearon a mirar. Martín dudó en entrar, pero Burbuja lo empujó con suavidad.
—Es por orden del comandante… no tengo opción, Dani —susurró.
Martín bajó la mirada y dio dos pasos. Sintió el barro fresco cediendo bajo sus botas empapadas. Al fondo, una esquina libre. Hacia allá fue.
Apenas Burbuja cerró la reja, una voz cortante lo llamó desde el otro lado del campamento.
—¡Burbuja! ¡Venga! —Era el comandante.
Burbuja lanzó una última mirada rápida a Martín. No dijo nada y corrió.
Y con él se fue también la única chispa de calor que le quedaba a Martín.
Solo, entre cuerpos agotados, miró hacia la malla de alambre oxidado que ahora lo separaba del mundo. El frío se le metía por el cuello. El miedo, por los ojos.
Y allí, en ese rincón donde el día apenas comenzaba, Martín no lloró. Se abrazó las rodillas y pensó en doña Ana. En su olor a su casa siempre limpia. En su voz.
—Voy a salir de aquí —se dijo, apenas en un susurro—. Y no me voy a olvidar de nadie.
Entonces bajó la cabeza y esperó. Porque incluso una herida como esa... tenía que servir para algo más que una simple condena a la realidad.




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