Después del amanecer, cuando por fin lo sacaron de la jaula, el sol apenas había comenzado a romper la bruma entre los árboles. Martín tenía las piernas entumecidas, la ropa mojada aún y el estómago vacío. Apenas si podía pararse sin tambalearse. Fue un guerrillero joven, con barba irregular y un parche militar mal cosido en la camisa, quien lo llevó de un tirón hasta una especie de explanada rodeada de lonas negras en el centro del campamento.
Allí lo esperaba un hombre flaco, de ojos hundidos y sonrisa torcida. Tenía el rostro afilado como un machete viejo y fumaba un cigarro que parecía estar colgado del labio por milagro. Lo llamaban simplemente “el Flaco”. No el alias flaco que venía de último mandado por Machete. Era otro. Era el terror.
—¡Ah, miren lo que me traen! —dijo con tono burlón, extendiendo los brazos como si recibiera a un príncipe—. ¿Este es el nuevo refuerzo de la tropa o un pollito que se nos coló del gallinero?
Algunos de los niños mayores rieron. Otros bajaron la mirada. Martín no dijo nada. El Flaco se le acercó, se agachó hasta quedar cara a cara con él.
—¿Cómo te llamas, pajarito?
—Ma... Ma... —titubeó. El nombre se le quedó trabado en la garganta. El miedo, las palabras de Burbuja, el peligro de decirlo... Todo le cayó encima como una piedra. Trató de disimular—. Dani. Me llamo Dani.
El Flaco lo miró con una ceja alzada, la sonrisa torcida aún colgada en su cara huesuda.
—Dani, ¿eh? Bueno, Dani... Aquí nadie se llama como nació. Aquí somos otros. Aquí nacemos de nuevo. A partir de hoy, te vas a llamar “Trapo”. ¿O qué? ¿Prefieres que te digamos “Bota Loca”?
Más risas. Martín bajó la mirada, pero no respondió. El Flaco se puso serio de golpe.
—Aquí se obedece. Aquí se forma uno o se muere torcido. ¿Entendiste?
Martín apenas asintió.
—Eso. Así me gusta.
El Flaco se incorporó y dio una vuelta sobre sus talones.
—¡Escuchen todos! —gritó—. Lo que van a vivir aquí no es una colonia de vacaciones. No estamos aquí para que se hagan los tristes, ni para que lloren por las mamitas. Aquí vinieron a convertirse en hombres. En guerrilleros. En soldados del pueblo.
Guardó silencio unos segundos y luego comenzó el discurso que había repetido decenas de veces, a cada grupo nuevo.
—Nosotros no somos criminales. ¡Nosotros somos el ejército de la patria! Aquí los que mandan no son los políticos, ni los ricos, ni los que viven en las ciudades comiendo bien mientras ustedes pasan hambre. Aquí mandamos nosotros. Y ustedes, los que están aquí, son los que van a cambiar este país. Porque esta guerra no es de fusiles, ¡es de justicia!
Martín levantó la vista. Algo en esas palabras le hizo ruido. No las entendía todas, pero sentía que había algo torcido detrás de tanto entusiasmo. Sin embargo, calló. Observó. Grabó cada rostro, cada gesto. Porque ya estaba empezando a pensar. Un avión.
Y ese mismo día, mientras lo hacían correr por el lodo con una mochila con algunas piedras, mientras le gritaban que no servía para nada, mientras se le partían las uñas trepando por una cuesta resbalosa, Martín comenzó a construir en silencio su plan. No aguantaría más el sufrimiento que comenzaba a ver. Esa chispa interna que siempre había estado dentro de él, ahora estaba más encendida que nunca.
Era una semilla apenas creciendo en su genial mente, pero ahí estaba, llena de potencia en su alma.