Duele Crecer

Capítulo 18 “Entre jaulas y dulces”

Cuando el sol se despidió, dejando atrás la humedad y el bochorno del día, Martín se sintió más agotado que nunca. El entrenamiento del Flaco no había dado tregua, y su cuerpo, ya acostumbrado a los dolores del camino, ahora se enfrentaba a la brutalidad del campamento y los malos tratos. El sudor frío recorría su frente mientras el viento, apenas perceptible, agitaba las lonas que hacían las veces de refugio de los hombres malos.
A esa hora, las jaulas se volvieron más frías, y el ruido de los otros niños, que se arremolinaban buscando un poco de calor humano, era un susurro lejano. Martín, sin embargo, no podía dormirse. No por el frío, ni por el ruido. Su mente estaba ocupada en otra cosa: un plan. Un plan que comenzaba a tomar forma en su cabeza mientras el entrenamiento del Flaco comenzaba a desgastarlo físicamente. Su mente jamás pararía.
Una noche, mientras sus compañeritos de jaula intentaban encontrar algún consuelo en el sueño, unos abrazados con otros intentando sentir algo de calor, un sonido rompió el silencio. Algo sutil, casi imperceptible, como el crujir de la tierra bajo un pie ligero. Martín se tensó, se asustó. Había aprendido al paso de los días a escuchar, a detectar cada mínimo cambio, cada paso que no encajara en la rutina.
Burbuja apareció, como una sombra que se deslizaba entre las tinieblas. Traía algo en las manos, algo envuelto en una tela que no hacía ruido. Miró a su alrededor, verificando que los demás guerrilleros dormían o estaban demasiado distraídos para notar su presencia. Se acercó con cautela, casi sin hacer ruido, hasta donde estaba la jaula de Martín.
—¿Qué traes? —susurró Martín, levantando la cabeza con un hilo de voz.
Burbuja le ofreció un pequeño paquete envuelto.
—Unos dulces —dijo en voz baja, pero con una sonrisa que brilló a través de la oscuridad—. No es mucho, pero ayuda a que las noches pasen más rápido.
Martín aceptó el paquete con una mezcla de gratitud y desconfianza. El sabor del azúcar era como un respiro en medio de la amargura de los días. Algo tan simple, pero que parecía un lujo en ese lugar.
—¿Y tú? —preguntó Martín, sabiendo que la respuesta podría ser tan vacía como la misma pregunta.
Burbuja se encogió de hombros.
—¿Yo? Solo sobrevivo, Dani —dijo, utilizando el nombre que había dado el niño días atrás—. Lo mismo que todos aquí.
Martín miró a su alrededor. Algunos niños se daban vuelta en sus camas improvisadas. Esas de trapos viejos, intentando dormir, pero sus rostros estaban marcados por el cansancio y la resignación.
—¿Y por qué lo haces? —preguntó Martín, sin esperar una respuesta, pero ya demasiado curioso por el hombre que lo cuidaba a escondidas.
Burbuja no respondió inmediatamente. Durante un rato, sólo ese ruido que hacían las lonas bajo la presión del viento y los grillos, llenaban el espacio. Finalmente, se acercó más a la jaula, tan cerca que Martín pudo sentir la calidez de su presencia, aunque no la suficiente para disipar el frío que le quebraba los huesos.
—Porque alguien tiene que hacerlo —respondió con voz grave, como si la pregunta fuera una carga pesada—. Porque todos tienen que creer en algo. Incluso si eso significa hacer cosas que no entiendes.
Martín no dijo nada más. No se necesitan palabras para entender la tristeza que se ocultaba detrás de la voz de Burbuja. Su mente, siempre alerta, ya había comenzado a procesar la información, a buscar los huecos, las fisuras que pudiera usar para su propio plan. Y Burbuja parecía una de ellas.
Y fue en ese momento, mientras compartía ese breve y silencioso instante con Burbuja, que se dio cuenta de algo. Todos los demás, los niños que estaban a su alrededor, los guerrilleros... estaban atrapados en una guerra que no habían elegido, en una guerra sin sentido alguno. Como él. Como doña Ana. Pero él, a diferencia de ellos, tenía un propósito oculto. Era algo más grande, más astuto que muchos. Algo que le daría la oportunidad de cambiar el curso de sus días malos.
Burbuja dejó la jaula en silencio, y la oscuridad lo tragó nuevamente. Pero antes de desaparecer por completo, se detuvo y, con una voz casi inaudible, dijo:
—No olvides lo que eres, Dani. No olvides quién eres.
Martín no respondió. El dulce amargo seguía en su boca, y su mente ya estaba viajando hacia el futuro. Un futuro donde él sería el dueño de su destino.
Entre sueños rotos y murmullos lejanos de muchos días, Martín hizo una promesa a sí mismo: no se quedaría ahí. No sería una víctima más de la guerra. Saldría, y lo haría con algo más que un par de dulces en las manos. Saldría con mentalidad de gladiador, mas poderoso y fuerte que nunca.




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