En las vastas llanuras chaqueñas, donde el horizonte parece no tener fin y el sol castiga con su fuego a la tierra reseca, se cuenta la historia de dos gauchos que se encontraron una tarde para batirse a duelo. El viento soplaba tibio, arrastrando consigo el aroma de los quebrachos y algarrobos, y los teros chillaban en la distancia como anunciando un presagio funesto.
Ambos hombres llegaron desde rumbos distintos, pero con el mismo propósito. Sus caballos, briosos y sudorosos, piafaban nerviosos, como si presintieran la violencia que estaba a punto de desatarse. Cada gaucho vestía con orgullo su ropa típica: bombachas amplias, botas de potro curtidas por los caminos y un poncho pampa que caía sobre sus hombros. En ellos, bordados a mano, se distinguían insignias que contaban historias de viajes y peleas, de noches bajo las estrellas y de días en los que la frontera chaqueña era su único destino.
El silencio reinaba, roto apenas por el resoplido de los animales. Nadie estaba presente más que ellos y el monte, aunque la sensación era de ser observados por algo más: por el propio espíritu de la llanura. Los gauchos se miraron fijo, con un brillo desafiante en los ojos. No hacía falta hablar. La sangre caliente y el honor herido bastaban para que los cuchillos asomaran.
El primero, alto y flaco como un tala, llevaba un facón de plata con cabo de asta. El segundo, más bajo y fornido, sostenía un cuchillo de hoja ancha que relucía con la última luz del sol. Ninguno quería dar el primer paso, pero ambos sabían que tarde o temprano, uno de los dos tendría que caer.
De pronto, como quien quiebra la calma de una represa, el más joven arremetió con un grito ronco. Sus filos chocaron y el sonido metálico se expandió como un trueno por la llanura. El duelo había comenzado.
Se midieron con destreza, girando en círculos, buscando la abertura en la defensa del otro. El polvo se levantaba bajo sus botas y la tensión crecía con cada golpe esquivado. No era un enfrentamiento improvisado; era la culminación de años de rencores. Algunos decían que se disputaban la tierra de un viejo estanciero; otros juraban que era por una mujer de ojos verdes que había embrujado a los dos. Pero nadie sabía la verdad.
En el pueblo cercano, mientras tanto, la gente murmuraba. El pulpero, un hombre de bigotes canosos, aseguraba que aquellos duelistas no eran de carne y hueso, sino espíritus que aparecían al caer el sol. Una comadre curiosa insistía en que se trataba de un hombre y una mujer disfrazados, y que la pasión era la verdadera causa de sus enfrentamientos. Los niños escuchaban boquiabiertos, temerosos y fascinados, pues siempre había alguien que había visto cabalgar a los tres: los duelistas y un jinete misterioso que surgía de la nada.
En la llanura, los cuchillos seguían cantando. El sol, rojo como brasa, se hundía lentamente detrás del monte. El duelo estaba parejo, ninguno cedía, ninguno mostraba debilidad. La sangre comenzó a manchar las camisas, pequeñas heridas que no hacían más que encender más la furia.
Entonces ocurrió lo impensado: los dos, al mismo tiempo, lanzaron un golpe mortal. Sus hojas quedaron suspendidas en el aire, a un respiro de hundirse en la carne enemiga. Y justo en ese instante apareció él: el jinete desconocido.
Montaba un caballo moro oscuro, de mirada penetrante. Su poncho ondeaba con el viento como si fuera un estandarte de la muerte. Se interpuso entre los dos gauchos y, con voz grave, gritó:
—¡Basta!
Los cuchillos se detuvieron a centímetros de su pecho. Los duelistas, jadeantes, lo miraron con rabia y respeto. Ese hombre, siempre ese mismo hombre, les había arrebatado la victoria una y otra vez.
—Hoy no será el día —dijo el jinete—. La tierra no está lista para recibir a uno de ustedes.
Los gauchos se miraron en silencio. El honor no estaba satisfecho, pero tampoco podían desafiar la presencia de aquel extraño. Poco a poco, bajaron las armas y, para sorpresa de todos, se abrazaron.
—La próxima vez no habrá piedad —dijo el más alto, con voz ronca.
—Así será —respondió el otro, apretando fuerte los dientes.
El jinete giró su caballo y en un parpadeo desapareció entre las sombras del monte, como si nunca hubiera estado allí. Los duelistas montaron de nuevo y, sin decir más, se alejaron en direcciones opuestas, perdiéndose en la inmensidad del Chaco.
Desde el pueblo, quienes juraban haberlo visto esa tarde decían que el ganado se había puesto inquieto en los corrales, que las aves levantaron vuelo antes de tiempo y que los perros aullaban sin motivo. Era la señal de que algo grande había ocurrido.
Con los años, la historia de esos gauchos se volvió leyenda. Nadie sabía sus nombres ni sus verdaderas razones, pero todos repetían la misma profecía: el día en que uno de ellos venza, el mundo lo sabrá. El ganado mugirá con furia, las aves migrarán en bandadas oscuras y las fieras del monte se reunirán en silencio para presenciar la victoria. Y ese día, el vencedor se alejará en su caballo sin volver jamás, dejando tras de sí el eco de una historia que se transformará en eternidad.
Así, en las tardes chaqueñas, cuando el sol se esconde y el horizonte se tiñe de rojo, algunos aseguran escuchar el repicar de cuchillos y el relincho de un caballo moro. Y aunque pocos lo creen, todos saben en el fondo que los gauchos siguen allí, enfrentándose una y otra vez, con el jinete en medio, sosteniendo un duelo que jamás tendrá fin… hasta que llegue el día señalado.
Editado: 08.10.2025