Leila ajusta la correa de su mochila mientras avanza despacio sobre el camino que la lleva hacia la entrada el colegio, un edificio de paredes gastadas y ventanas estrechas que, al caer la noche, parece más una fortaleza sombría que una institución. El aire fresco de noviembre roza sus mejillas, y la luz de los postes del jardín se mezcla con el parpadeo de las luces de las patrullas estacionadas en la entrada, algo que desde el Brujjalloween se ha vuelto un espectáculo habitual en este colegio.
A su lado camina su prima Betty, con quien comparte no solo el viaje, sino una especie de pacto tácito. Betty fue matriculada en este colegio después de un incidente en su antigua escuela, un tema del que Leila solo sabe lo que sus padres le dijeron: Betty había atacado a un profesor, y este era el único lugar que accedió a aceptarla. Aunque Leila no ha preguntado más, la cercanía de su prima le basta. Son inseparables desde pequeñas, y decidió inscribirse junto a ella para evitar la soledad de otra escuela.
—¡Vaya, qué frío! —exclama Betty, frotándose las manos y encogiéndose un poco dentro de su abrigo.
—Ya estamos en invierno, ¿qué esperabas? —responde Leila en tono jocoso, esbozando una sonrisa.
Son las 5:45 de la tarde, y el cielo sobre el campus ya es una sábana negra que parece presagiar algo más oscuro que la noche misma. Con los policías rondando el colegio, el aire se siente espeso, como si los árboles susurraran y compartieran un secreto al que sólo algunos tienen acceso.
No es la primera vez que ve patrullas apostadas fuera del colegio, cada vez que las ve le vienen recuerdos de la noche de Halloween, recuerdos que aún está fresco en su mente, como una cicatriz que no ha tenido tiempo de cerrarse. Ella estuvo en aquella fiesta junto con su prima, ella vio cómo el cabello a Kenia le guindaba entre los dedos. Fue algo espeluznante, algo que no se puede pasar por alto, por eso la policía sigue investigando las muertes de los estudiantes que fueron encontrados sin vida en aquella casa, y el último acontecimiento: la repentina desaparición de Kenia.
Leila y Betty aceleran el paso. A medida que se acercan, reconocen a Néstor, uno de los sobrevivientes del Brujjalloween, quien ahora luce un parche blanco sobre el ojo que perdió. Lo encuentran parado a un lado de la puerta principal del colegio, hablando con un par de oficiales. Está gesticulando intensamente, como si estuviera narrando una historia que sólo él conoce, una historia que le ha ganado una extraña fama en la escuela. Los demás estudiantes cuchichean a sus espaldas, hablando de él como si fuera el héroe que logró escapar de la temible bruja de Halloween.
Pero Leila no está convencida. La intuición le murmura al oído, una sensación inquietante que le eriza la piel cada vez que él está cerca. Algo en la forma en que Néstor se pavonea entre los policías le hace sospechar que hay algo más. No solo es la manera en que juega con la atención que ha ganado, sino la frialdad en su mirada, una mirada que parece devorar más que ver.
Al cruzar el umbral del recinto y avanzar por el pasillo, Betty murmura en voz baja:
—¿Otra vez la policía con Nestor? Es como si no se cansaran de preguntarle siempre lo mismo.
—Sí… —responde Leila, pensativa—. ¿No te parece raro?
—¿Raro? Néstor siempre ha sido raro. Pero también, si de verdad sobrevivió a esa noche, la bruja debe tener razones para dejarlo con vida.
—Es eso… —murmura Leila, pensativa—. Justamente lo que no me cuadra.
De pronto, la campana suena, marcando el inicio de las clases, y Leila se sacude la inquietud de encima. Ambas chicas aceleran sus pasos para llegar a tiempo al taller. Esta noche tienen carpintería, una clase que ella y Betty temían desde el principio, no tanto por la dificultad de trabajar con herramientas, sino por el profesor, el señor Rojas. Es un hombre serio, con ojos que se sienten como dagas cada vez que los posa sobre alguien, y una paciencia tan rígida como la madera que les obliga a tallar.
Entrando al taller, Leila nota que está prácticamente vacío; sólo algunos compañeros han llegado. Escoge un lugar al fondo, donde el aire se siente menos pesado y la mirada del profesor Rojas parece menos amenazante. Betty se sienta a su lado, soltando un suspiro antes de que el profesor entre en la sala con su habitual maletín de cuero oscuro.
La clase comienza como de costumbre, con el profesor Rojas explicando un proyecto de estantes de madera que deberán entregar la próxima semana. Con precisión, dibuja las medidas en el tablero y pide a los estudiantes que las repliquen en una hoja, indicando que deberán entregarla hoy mismo como parte del proceso de planificación.
Cuando llega el momento de entregar el plano, Leila se da cuenta de que el profesor ha salido del salón, dejándolos trabajando en silencio. Como ya tiene su plano listo y siente la necesidad de salir de ese ambiente sofocante, se levanta y se acerca al escritorio para dejar su trabajo. Justo entonces, su mirada se posa en el maletín que el profesor ha dejado abierto, expuesto de par en par.
Entre herramientas y papeles apilados de forma desordenada, algo llama su atención: la esquina de una fotografía asomada bajo los documentos. A primera vista, reconoce el diseño de cuadros en la falda, típico del uniforme de las estudiantes. La curiosidad —ese impulso que siempre la acecha— la empuja a acercarse con cautela, asegurándose de que ningún compañero esté prestando atención a sus movimientos. Sin pensarlo demasiado, aparta con cuidado los papeles encima, y al hacerlo, siente un escalofrío que le recorre la espalda. La imagen muestra a Sonia, una de sus compañeras de quinto año, sentada en lo que parece ser la biblioteca de la escuela. Debajo de esa foto, hay otra, una que la deja helada, incapaz de procesar lo que ve, es su prima Betty, en la clase educación física.
«¿Cómo es posible que el profesor tenga fotos de Sonia y de Betty?», su mente comienza a darle vueltas, pero el horror real llega cuando, al mover algunas hojas, descubre más fotos debajo.