Néstor y Leila han comenzado a pasar más tiempo juntos. Lo que en un principio parecía una alianza circunstancial para proteger a Leila de la amenaza que representaba el profesor Rojas, poco a poco se convierte en una amistad más profunda. Néstor encuentra en ella algo que no esperaba: una determinación que refleja su propia lucha interna. Por su parte, Leila, quien al principio veía a Néstor como a un chico raro, empieza a confiar en él de una manera que nunca antes había confiado en nadie fuera de su círculo familiar.
Incluso Betty ha comenzado a dirigirle palabras amables y a incluirlo en sus conversaciones cotidianas. Pero Néstor no pierde el enfoque; cada oportunidad que tiene de estar a solas con Leila, la aprovecha para hablar sobre el profesor Rojas. Quiere descubrir qué más esconde ese maletín, cuál es el propósito detrás de las fotos que Leila encontró, y lo más importante, cómo pueden detenerlo antes de que sea demasiado tarde.
—Chicos, voy a la biblioteca a buscar un libro, espérenme en la parada —anuncia Betty, acelerando el paso mientras camina junto a su prima y Néstor. El ambiente está cargado de esa inquietud que siempre acompaña a los pasillos, y los tres lo saben bien: mientras más tarde se hace, mayores son los riesgos de quedarse en el colegio.
—Está bien, te esperamos allá —responde Leila.
Betty asiente y corre doblando hacia el pasillo en donde se encuentra la biblioteca, dejando a Néstor y Leila solos en el pasillo. Un par luces parpadean intermitentemente, proyectando sombras que parecen moverse en las paredes, y el eco de los pasos de otros estudiantes resuena en la distancia. Néstor, atento al momento, desacelera su ritmo, permitiendo que el grupo de alumnos que va delante se aleje, dejando a ambos en un relativo aislamiento. Leila, notando su intención, también disminuye su andar.
—¿Crees que Rojas tenga la dirección de aquellas chicas? —pregunta Néstor, su voz apenas un murmullo, como si temiera que las sombras mismas pudieran escucharlo.
—No lo sé —responde Leila en voz baja, apretando los libros contra su pecho—. Pero estoy segura de que lo que encontré no es lo peor. Siento que hay algo más detrás de todo esto.
De pronto, un ruido sordo resuena en el pasillo detrás de ellos. Ambos se detienen, congelados por un instante. Néstor se gira rápidamente, con los músculos tensos, pero no hay nadie allí. Solo el eco de sus pasos retumbando en la distancia.
—¿Escuchaste eso? —murmura Leila, su rostro pálido.
—Sí, y no creo que haya sido solo el viento —responde Néstor, con la mirada fija en el fondo del corredor. Después de unos segundos sin que nada ni nadie aparezca, sacude la cabeza y hace un gesto para que sigan caminando—. Debemos mantenernos alerta. Como te dije hace días, Rojas no es alguien confiable... lo vi acosar a Kenia.
Leila lo mira, su rostro reflejando una mezcla de sorpresa y horror.
—¿Crees que tenga algo que ver con la desaparición de Kenia?
La pregunta golpea a Néstor como un relámpago. Su mente empieza a hilar posibilidades. La acusación de pedofilia contra Rojas podría usarse como un punto de partida para culparlo de la desaparición de Kenia. Involucrar a Rojas es una buena manera de desvincular a Ángela y todos los que fueron víctimas del acoso de aquel grupo.
—Para mí, Rojas es el principal sospechoso en ese caso —responde finalmente, su voz firme pero contenida.
—¿Se lo dijiste a la policía? —pregunta Leila, recordando las veces que Néstor había sido interrogado en relación con la desaparición de Kenia.
Néstor mantiene la mirada hacia adelante, intentando que su tono suene convincente.
—Por supuesto que lo hice —dice con frialdad, aunque en su interior sabe que está mintiendo—. Pero, como puedes ver, no ha servido de nada.
Al terminar las clases, Leila y Betty se despiden de Néstor con una sonrisa antes de subir juntas al autobús. Él permanece en la parada, observándolas mientras se alejan. Quedan pocos estudiantes a su alrededor, sus conversaciones son apenas un murmullo flotando en el aire frio de la noche. Finalmente, llega su autobús. Néstor sube y, al notar que está casi vacío, elige un asiento al fondo, donde puede estar solo con sus pensamientos.
Apoya la cabeza contra la ventana, cerrando su único ojo. Su mente lo lleva de vuelta al pasado, evocando la imagen de Ángela caminando por los pasillos del colegio. Su cabello rizado rebotaba sobre sus hombros, y su sonrisa iluminaba el ambiente, contrastando con la sombría atmósfera que parecía impregnar aquel lugar. La visión es tan vívida que por un momento casi puede escuchar el eco de su risa.
Un leve sacudón del autobús lo saca de su ensueño. Abre el ojo y se da cuenta de que está cerca de su parada habitual. Pero, en lugar de levantarse, permanece sentado, dejando que el vehículo siga avanzando. Se baja dos paradas más adelante, donde el ruido del tráfico disminuye considerablemente.
La noche está tranquila, el aire frío hace que se frote las manos mientras sigue su camino hacia un puente bajo el cual fluye un río sereno, la corriente del agua es el único sonido que lo acompaña. Al llegar, desciende por unos escalones de piedra que lo llevan a una comunidad de indigentes escondida de la vista de los demás, bajo el puente, a la orilla del río. Aquí es donde vive Ángela ahora, lejos del mundo que la quebró, en un rincón donde pocos se atreverían a buscarla.
No es la primera vez que la visita. Desde que se reencontraron, ella le contó su historia. Le narró cómo escapó del hospital en el que estaba recluida tras sufrir las quemaduras. Su piel aún no había sanado, pero su mente estaba consumida por la ira. Quería vengarse de Kenia y de todos los que contribuyeron a su sufrimiento. No le importó el ardor que aún sentía en su piel y escapó del hospital, de sus padres, de su vida. Sin embargo, en su camino hacia esa venganza, un vagabundo la detuvo. Aquel hombre, un anciano llamado Edmundo, le dijo que tenía la mirada de una asesina serial, pero también le advirtió que no estaba lista. Vestida aún con ropa de hospital, sería rápidamente detenida y devuelta a su encierro. Fue Edmundo quien la condujo a esta comunidad, ofreciéndole refugio no solo para sanar las quemaduras en su rostro y ofrecerle un hogar, sino también para avivar el fuego de venganza que ahora quema su alma.