La noche de la esperada fiesta de Navidad finalmente ha llegado. Las calles están iluminadas con luces intermitentes que reflejan los colores de la temporada. Néstor, vestido con el traje que compró el domingo pasado, se encuentra estacionado frente a la casa de Leila en el auto que logró pedir prestado a su madre. Toca el claxon suavemente para anunciar su llegada, baja del auto y camina hacia el pórtico de la casa, pero antes de que pueda tocar el timbre, la puerta se abre, y ahí está ella.
Leila luce absolutamente radiante en su vestido azul oscuro. Su cabello está recogido en un moño sencillo pero elegante, y un par de pendientes brillan con el movimiento. Néstor, por un instante, se queda sin palabras, pero luego rompe el silencio:
—Te ves hermosa.
Leila sonríe y baja la mirada, un ligero sonrojo tiñendo sus mejillas.
—Gracias —responde con una sonrisa tímida, mientras observa cómo Néstor, con un gesto de caballerosidad, le ofrece el brazo para que se apoye. Sin dudarlo, Leila entrelaza su brazo con el de él, y juntos descienden con cuidado los escalones del pórtico.
Mientras Nestor conduce hacia el colegio, las luces de Navidad parpadean en la distancia, pero dentro del auto el ambiente es más sombrío. El chico rompe el silencio con un recordatorio de lo que los espera.
—¿Estás lista para esto? —pregunta, sus manos firmes en el volante.
Leila suelta un suspiro.
—No lo sé, Néstor. Todavía no entiendo por qué tengo que ser yo quien entre al taller.
—Ya te lo dije, Leila. Si soy yo quien va, llamaría demasiado la atención. Todos estarán observándome como siempre. Tú puedes pasar desapercibida.
—Pero yo no... —Leila traga saliva y mira por la ventana, intentando calmar su nerviosismo—. No estoy segura de que pueda hacerlo sola.
—No estarás sola. Yo estaré vigilando a Rojas y esperando cualquier señal tuya desde el celular. Solo confía en mí, estaremos en contacto mediante los chats.
Leila asiente lentamente, pero sus manos permanecen entrelazadas, mostrando su ansiedad.
Cuando llegan al colegio, la música ya se escucha a lo lejos. Estudiantes y profesores se mueven entre los pasillos llenos de luces de colores y adornos navideños, cambiando un poco aquel aspecto fúnebre que siempre ha tenido el recinto. Sin embargo, Néstor y Leila tienen algo más en mente.
—Recuerda el plan —dice Néstor, ajustándose la corbata.
Leila asiente con determinación antes de cruzar las puertas del gimnasio.
El lugar está completamente transformado. Luces de colores giran desde una discoteca improvisada en el centro, proyectando patrones de copos de nieves en las paredes y el techo. Guirnaldas brillantes cuelgan de las vigas superiores, mientras un enorme árbol de Navidad, decorado con esferas doradas y luces titilantes, domina uno de los rincones. Las mesas están dispersas por todo el gimnasio, cubiertas con manteles blancos y adornadas con elegantes centros de mesa hechos de flores de pascua y velas.
Los estudiantes, lejos de sus uniformes habituales, visten con una sofisticación inusual. Las chicas lucen vestidos largos y brillantes; los chicos, trajes oscuros y corbatas bien ajustadas. Pero, aunque el cambio de imagen es sorprendente, sus gestos exagerados y risas escandalosas delatan que solo juegan a ser refinados por una noche.
Cuando Néstor entra del brazo de Leila, el murmullo no se hace esperar. Cabezas se giran hacia ellos, y los susurros se extienden como una ola. Pero Néstor y Leila avanzan con seguridad, ignorando las miradas inquisitivas. Ambos tienen claro por qué están allí y no piensan dejar que las habladurías los distraigan.
Leila escanea el gimnasio y pronto encuentra a su prima Betty, quien está acompañada por Reynaldo, un chico de último año que siempre atrae miradas. Reynaldo se ve impecable, con su porte confiado y sonrisa de anuncio publicitario. «Nada mal», piensa Leila, mientras caminan hacia ellos.
Betty los recibe con una sonrisa radiante.
—¡Vaya, ustedes dos! Se ven increíbles juntos. Bueno, siempre han sido una buena pareja, pero hoy más que nunca.
Leila suelta un suspiro, rodando los ojos apenas.
—No empieces, Betty.
Néstor esboza una sonrisa forzada, pero no dice nada. Su atención está en otra parte. Desde el borde del gimnasio, ve al profesor Rojas. Su expresión severa y mirada penetrante destacan entre los otros profesores, quienes observan la fiesta con indiferencia. Rojas parece evaluar cada detalle con precisión, y Néstor siente un nudo en el estómago.
Por ahora, es demasiado pronto para ejecutar el plan. La noche apenas comienza, y tanto él como Leila deciden tomarse un momento para disfrutar. Se unen a Betty y Reynaldo, mientras las parejas llenan la pista de baile y las risas, las conversaciones y los bocadillos circulan por todo el lugar.
Mientras las horas avanzan, Néstor se da cuenta de que el tiempo junto a Leila pasa volando. Entre bromas y comentarios despreocupados, descubre un lado de ella que no había visto antes: su risa es genuina y contagiosa, una chispa que ilumina incluso el rincón más oscuro. Se sorprende a sí mismo sonriendo más de lo que había hecho en mucho tiempo, disfrutando de una ligereza que hacía meses no sentía.
Sin embargo, a pesar de la calidez del momento, no puede evitar que su mente regrese a Ángela; una sombra de melancolía lo invade. Se pregunta cómo habría sido tenerla allí, riendo con sus compañeros, brillando con la naturalidad de su belleza, siendo parte de todo esto. Pero desde aquel incidente al inicio del año, Ángela quedó fuera de ese círculo, y su ausencia pesa como una herida que no termina de cerrar.
—Néstor —susurra Leila de pronto, inclinándose hacia él—. Es hora.
Él la mira, y su expresión cambia. La nostalgia se disipa; lo importante es el plan. Asiente, decidido. No hay tiempo para distracciones.
El pasillo que lleva al taller está casi desierto. Las luces parpadean débilmente, y el eco de los pasos de Leila resuena en la penumbra. Su corazón late con fuerza, pero sigue adelante, con la imagen del maletín del profesor Rojas grabada en su mente.