El profesor Rojas avanza hacia Leila con una mirada que paraliza el aire. Sus ojos se posan en las fotos que ella sostiene temblorosa contra su pecho, y su expresión se transforma. Ya no es el profesor rígido y severo que inspira respeto y temor en los pasillos; ahora es un depredador al descubierto. Su rostro se deforma con una sonrisa lasciva, oscura y voraz, una máscara que revela los abismos de sus pensamientos más perversos.
—Sabes demasiado, niña —dice con un tono bajo y amenazante, mientras avanza hacia ella, cerrando el espacio entre ambos.
Leila retrocede hasta que su espalda choca contra la pared. Intenta gritar, pero Rojas se abalanza sobre ella, cubriéndole la boca con su mano sudorosa y ejerciendo una fuerza brutal. En la otra mano, brilla la hoja afilada de una pequeña navaja de tallar madera.
—Ni se te ocurra moverte —advierte, presionando la hoja contra su cuello.
La desesperación ahoga a Leila mientras las lágrimas resbalan silenciosas por su rostro. Su cuerpo tiembla, pero no se atreve a moverse; la navaja que Rojas presiona contra su cuello convierte cualquier intento de resistencia en un peligro mortal. El hombre, sin un rastro de humanidad, deja de taparle la boca y desliza su mano bajo su vestido, despojándola de toda esperanza. Ella mantiene la mirada fija en la puerta, con el corazón latiendo frenéticamente, rogando que Néstor aparezca de un momento a otro.
«¿Por qué no me envió ningún chat de advertencia? ¿En qué se entretuvo? Debería haberme advertido que Rojas se había movido», se reprocha internamente. Néstor parecía tan concentrado en que el plan saliera a la perfección... ¿qué lo distrajo?
Algo en el fondo del taller capta la atención de Leila. Entre las sombras, una figura delgada se alza, emergiendo con pasos lentos y medidos. Por un instante, su mente se aferra a la idea de que debe ser algún actor contratado para el espectáculo navideño de esta noche: un hombre disfrazado de duende que, con suerte, será testigo de esta pesadilla y su salvación.
Sin embargo, esa ilusión se disuelve cuando la figura da unos pasos más hacia la luz. Lo que las lámparas del taller revelan es algo salido de una pesadilla. Su rostro, pintado de un blanco antinatural, resalta los contornos de unas facciones que parecen más huesudas de lo normal. Un ojo, de un verde reconocible, mientras el otro brilla en un rojo demoníaco que parece haber salido del mismo infierno. Sus zapatos puntiagudos golpean el suelo con un ritmo siniestro, cada paso acompañado por el escalofriante tintineo de cascabeles, como si la muerte misma hubiera decidido hacerse oír antes de llegar.
Leila parpadea incrédula. El miedo inicial se convierte en terror absoluto cuando reconoce al duende: es Néstor. No importa el maquillaje grotesco o la prótesis ocular, su identidad es inconfundible.
Rojas apenas tiene tiempo de girar la cabeza antes de que Néstor lo ataque. Con una fuerza inesperada, lo agarra del cabello y lo estampa contra la pared. Un crujido seco resuena mientras el cuerpo del hombre cae aturdido al suelo.
Sin vacilar, Néstor recoge la navaja que Rojas había dejado caer. La sostiene frente a Leila, ofreciéndosela con firmeza.
—Hazlo —ordena, su voz cargada de oscuridad y rabia.
Leila tiembla, sus ojos llenos de lágrimas y miedo.
—¿Qué? No… yo no puedo…
—Debes hacerlo —insiste él, acercándose un paso más. Sus ojos, desiguales, pero igualmente aterradores, no la dejan escapar. —Ese monstruo merece pagar. Por lo que intentó contigo. Por lo que tal vez les hizo a otras compañeras del colegio.
Leila retrocede, negando con la cabeza.
—¡No soy una asesina, Néstor! Esto está mal. No es la forma…
Néstor deja escapar una carcajada amarga.
—¿No es la forma? —repite con sarcasmo. —¿Crees que él habría dudado en arruinarte la vida? ¿Crees que lo detendrían tus principios?
Pero Leila no puede enfrentarlo, ni a él ni a la aterradora verdad que ahora se revela con claridad: Néstor no es el chico que ella creía conocer. Algo oscuro y retorcido se puede encontrar en su mirada. Está loco, es un asesino. El pánico la consume, y con las fotos aún apretadas en sus temblorosas manos, le pasa a un lado y sale corriendo del taller.
Néstor la observa marcharse, su semblante endurecido por la decepción. Había esperado más de ella, había creído que, como él, encontraría el valor para destruir a la persona que le había hecho daño.
—Cobarde… —susurra, más para sí mismo que para Leila.
Lentamente, se vuelve hacia Rojas, que comienza a recuperar la conciencia. El profesor parpadea, confundido, hasta que sus ojos se encuentran con los de Néstor.
—¿Qué… qué haces, Néstor? —logra balbucear, su voz temblando de miedo.
Néstor no responde. Sus ojos, fríos y vacíos, reflejan una determinación inhumana mientras agarra la cabeza de Rojas con ambas manos. Antes de que el hombre pueda emitir un sonido, la navaja corta su garganta con un movimiento certero y brutal. Un torrente de sangre brota, inundando el suelo del taller en un rojo oscuro y viscoso. Las paredes, el escritorio y hasta las herramientas cercanas son salpicados por el caos que se desata.
Pero Néstor no se detiene ahí. La rabia, el asco y una furia contenida se desatan en cada movimiento. Con golpes implacables y violentos, continúa desgarrando la carne, mientras el cuerpo sin vida de Rojas se desploma pesadamente. El sonido húmedo y desgarrador llena el aire con movimientos que hacen sentir que estuviera tocando un chelo en su cuello. Luego, en un último acto de furia desmedida, decapita al abusador de su amiga.
El tintineo de los cascabeles rompe el silencio con un eco macabro mientras Néstor se levanta, sosteniendo la cabeza ensangrentada de Rojas en su mano. Un rastro de gotas carmesí marca su camino mientras avanza. Sus ojos recorren el cuerpo decapitado dejado tras el escritorio, y una sonrisa retorcida se dibuja en su rostro empalidecido. El rostro del duende ahora es una máscara de satisfacción que refleja la monstruosidad que ha liberado.