Duerme, Amapola

Capitulo 1:Pan tostado y otras formas de querer

Elian decía que el secreto del pan tostado perfecto era no distraerse.

Lion decía que eso era mentira, que Elian simplemente se olvidaba de sacar las rebanadas a tiempo y las dejaba carbonizadas.
Esa mañana, como casi todas, la cocina se llenó de olor a quemado y de una risa que era más tos que otra cosa.

—Te juro que iba a sacarlo justo ahora —dijo Elian, alzando las manos como si la escena fuera parte de una obra de teatro.

—Sí, claro. Y yo soy un chef francés.

—Tienes el ego, nada más te falta la comida comestible.

Lion resopló con una sonrisa torcida mientras intentaba raspar el pan con un cuchillo. Las migajas negras saltaban como cenizas diminutas sobre la mesa.

Elian, sentado al otro lado, observaba todo con los codos apoyados y la cara entre las manos. Tenía la mirada de quien ya está cansado desde que abre los ojos, pero no decía nada. Solo miraba a su hermano menor como si eso bastara para sostenerse un día más.

—¿Hoy te duele? —preguntó Lion sin levantar la vista.

—No más que ayer —respondió Elian. Después de un segundo, agregó—: No menos, tampoco.

El silencio que vino después no era incómodo. Era de esos silencios que se acomodan en la habitación como una manta vieja: conocida, útil, un poco pesada.

Lion se levantó y fue directo al mueble donde guardaban las medicinas. Las encontró todas, perfectamente ordenadas, porque él las había ordenado la noche anterior. Cada frasco, cada pastilla, cada dosis.

—¿Te molesta si cambio la música? —preguntó.

—Sí.

—La voy a cambiar igual.

—Pequeño tirano —Elian sonrió—. ¿Qué vas a poner esta vez? ¿Otro de tus cantantes tristes con letras que nadie entiende?

—A ti te encantan mis cantantes tristes.

—Me encantas tú, eso es diferente.

Lion no dijo nada. Soltó una risa suave, una de esas que se le escapan cuando no quiere demostrar que se emociona. Elian tenía ese poder sobre él: hacerlo sentir que el mundo era más soportable, incluso cuando todo lo que los rodeaba se caía a pedazos.

Puso una canción instrumental. El piano llenó la cocina como si estuvieran en una escena de película lenta, con el sol entrando por la ventana y el humo del pan quemado todavía en el aire.

—Hoy no hay hospital, ¿verdad? —preguntó Elian después de tomarse las primeras tres pastillas.

—No. Solo revisión mañana.

—¿Y puedes faltar a clase?

—¿Desde cuándo te importa eso?

Elian se encogió de hombros con una expresión traviesa.
—Desde que descubrí que tu maestra de Historia es guapa.

—¡Elian! —Lion lo miró, escandalizado.

—¿Qué? Estoy enfermo, no ciego.

Lion negó con la cabeza mientras terminaba de servir el desayuno: pan (uno medio quemado, otro salvable), huevo revuelto, té caliente, y una dosis muy grande de amor que no necesitaba servirse en platos.

Se sentaron frente a frente, como siempre.
Como si nada estuviera mal.
Como si el tiempo no fuera una bomba invisible que contaba en silencio cada minuto que les quedaba.

—¿Te has preguntado alguna vez cómo sería todo si mamá y papá siguieran vivos? —preguntó Lion, sin mucha fuerza en la voz.

Elian levantó la vista. Tardó un poco en responder.

—A veces. Pero no me gusta imaginarlo

—¿Por qué?

—Porque entonces no te tendría así.

—¿Así cómo?

—Cerca.

Lion parpadeó.

El té sabía más amargo de lo normal. Tal vez no por el sabor, sino por el nudo que le empezaba a crecer en la garganta.

—¿Y tú? —preguntó Elian—. ¿Te lo preguntas?

Lion asintió.

—Sí. Todo el tiempo.

—¿Y qué imaginas?

—Que tú estarías mejor. Que no tendrías que aguantar tanto.

—Tonterías. Si ellos siguieran aquí, tal vez yo no habría llegado tan lejos.

Lion lo miró. Elian hablaba con esa serenidad que sólo tienen las personas que han hecho las paces con algo terrible. Como si supiera algo que él no. Como si la muerte ya no fuera un monstruo, sino un visitante que llega sin tocar la puerta, pero al que uno aprende a mirar a los ojos.

—No me hables así, Elian.

—¿Así cómo?

—Como si ya te hubieras despedido.

—No lo he hecho —susurró Elian—. Todavía no.

Todavía no.

El reloj en la pared marcaba las 8:47. Afuera, el día empezaba a moverse con autos, niños, gente que vivía como si tuviera asegurado el futuro. Dentro de ese pequeño departamento, dos hermanos intentaban que el mundo no se les deshiciera en las manos.

Elian terminó el té con lentitud.
Lion observaba su forma de sostener la taza: con ambas manos, como si el calor fuera lo único que lo mantenía unido.

Había aprendido a mirar los detalles.
A identificar los días malos desde el primer bostezo.
A traducir los gestos en síntomas, en alarmas, en necesidades.

Ser el hermano menor ya no significaba ser el más pequeño.
Significaba estar de pie cuando el otro caía.

Significaba aprender a amar con miedo, con fuerza, con ternura feroz.

Cuando terminaron de desayunar, Lion lavó los platos sin que se lo pidieran. Elian lo observó desde la mesa, medio dormido, medio ausente.

—¿Lion?

—¿Sí?

—Gracias por el pan... aunque quemado.

—De nada. Mañana intento envenenarte directamente.

—Te amo, hermano.

—Y yo a ti. Más de lo que sé decir.

Ese fue un día normal.
Uno más en la cuenta regresiva que ninguno de los dos se atrevía a nombrar.
Un día de pan tostado, medicinas, bromas tontas, y amor.
Un día como tantos.
Un día que, más adelante, Lion recordaría con lágrimas.

Porque a veces, la vida es eso.
Un desayuno.
Una risa.
Y alguien que se queda, incluso cuando ya está empezando a irse.

P




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