Adoro el aroma de lluvia por la mañana.
Había llovido toda la noche y ahora el aire olía a tierra mojada y a la promesa de un resfriado. Todo estaba húmedo, frío y ligeramente fangoso… el combo perfecto para salir a correr como si mi vida dependiera de ello. Que, siendo honesta, es lo que estaba haciendo precisamente en este momento.
Mis tenis golpeaban rítmicamente el asfalto de la pista mientras corría alrededor del campo. El vapor del suelo aún se elevaba en pequeñas nubes invisibles que se pegaban a mis mejillas. Era refrescante, relajante… hasta que giré a la izquierda, directo hacia la bodega de deportes.
Y entonces las vi.
Mi trío favorito en el campus: Silvia, Lorena y Sofía.
Estoy empezando a creer que tienen una ligera fijación conmigo. Y no es paranoia…de hecho sí es mi culpa.
Mientras les cuento por qué terminé en esta situación, imaginen mi caída digna de premiación: trasero directo a un charco. Un clásico de comedia. Mi falda absorbió agua y barro como si fuera una esponja. Lo bueno: llevaba leggins debajo. Lo malo: ya no eran blancos.
Pero hagamos una pausa aquí y retrocedamos dos semanas…
Mi amiga Molly y yo estábamos más que felices: acababa de salir el nuevo número de nuestro manwha favorito, En la corte del Rey, y ya estábamos formadas casi al frente en nuestra tienda de siempre.
Cuando abrieron las puertas, no éramos las únicas en estampida: fans de todas las historias corrían para conseguir sus ejemplares.
—¡Los tengo! —le grité a Molly, levantando los volúmenes como si fueran un trofeo. Ella, por su parte, rescató otra colección que también nos encanta, aunque no sea tan popular.
Alcanzarla entre el gentío fue como nadar contra la corriente: un pez atrapado en una red intentando escapar. Cuando al fin la encontré, ya estaba en la fila de la caja con “Los secretos del Rey Gato” en la mano, y yo con “En la corte del Rey”. Misión cumplida.
Salimos eufóricas: llevábamos casi un mes esperando la continuación, justo después de que el Rey Jun-Ho fuera secuestrado y Milo lo encontrara en una situación embarazosa (con muchos torsos desnudos y miradas intensas). ¿Un beso? No. ¿Una caricia? Tampoco. Solo un “No debiste arriesgarte por mí” con esos ojos negros. ¡Una tortura!
De paso compramos papitas, sodas y pastelillos para atrincherarnos en el dormitorio y leer felices.
Pero de camino a nuestra habitación, en el edificio de chicas, aparecieron las tres: Silvia, Lorena y Sofía.
Sofía es compañera de carrera de Molly, lo que explica su mirada venenosa, como si quisiera escupirnos con los ojos.
La primera en hablar fue la abeja reina, Lorena, con su cabello rubio ondulado y esos ojos verdes que en mi mente parecían de bruja (aunque nunca lo dije en voz alta).
—Vaya, vaya, si aquí está la mosquita muerta de Molly Sandoval —soltó con una sonrisa torcida.
De inmediato me puse frente a Molly.
—¿Qué problemas tienes con nosotras?
—Contigo, ninguno… aún. —sonrió más—. Pero con ella, muchos.
No la soportaba. Compartíamos carrera y la tipa tenía labia con los profesores, pero en realidad era una hipócrita de primera.
—Cualquier asunto con Molly es también asunto mío.
Lorena bufó.
—Ella recibió un pago por un proyecto final que aún no entrega. Y Sofía necesita ese trabajo listo en dos días para su materia de pedagogía.
Me reí incrédula.
—¿Que le pagaron? Si tengo entendido, Molly ha hecho trabajos para todas ustedes y nunca le han dado ni reconocimiento, mucho menos dinero. ¡Ya abusaron demasiado de su buen carácter!
—Pues esta vez sí se le pagó, y debe cumplir.
Giré hacia Molly. Ella, con la cabeza baja y las manos apretando sus libros, asintió avergonzada. Suspiré.
—¿Cuánto le dieron?
—Seis mil pesos —dijo Lorena, disfrutando cada sílaba.
Abrí los ojos como platos y miré a Molly. Sus iris violetas parecían los de un cachorrito acorralado. Ahí entendí todo. Molly había aceptado porque realmente lo necesitaba: el pago de la colegiatura, un libro caro de la carrera, y porque siempre fue demasiado buena para decir que no.
—Bien, entonces devolveremos el dinero —dije firme.
Molly me jaló la chaqueta por detrás, en silencio, como pidiéndome que no empeorara las cosas.
—No queremos el dinero, queremos el trabajo terminado —intervino Sofía, con impaciencia.
La miré con desdén.
—Si en lugar de pasártela pintándote las uñas hubieras hecho tu proyecto, no estarías rogando a Molly. Qué irresponsable de tu parte.
Molly, que seguía detrás de mí como una sombra temblorosa, al fin dio un paso adelante.
—Yo… yo lo entregaré.
Me giré tan rápido que casi se me zafan los aretes.
—¿Perdón?
Ella apretaba los labios, con los ojos fijos en el suelo.
—Ya me pagaron. Es lo correcto. Entregarlo… cerrar el círculo y dejar todo atrás.
—Molly… —dije, incrédula—. No tienes que hacerlo.
—Sí debo. —Su voz sonó apenas un susurro, pero firme. Levantó la vista y añadió, nerviosa y con un rubor en las mejillas—. Recójanlo en dos días. Lo tendré listo.
Silvia, Lorena y Sofía sonrieron como hienas satisfechas. Yo apreté los dientes, pero asentí.
—Está bien. Así será entonces.
Las tres se dieron media vuelta y se alejaron, como si hubieran ganado una batalla.
En cuanto desaparecieron por el pasillo, volteé hacia Molly.
—Muy bien, Molly. ¡Manos a la obra! Tenemos un proyecto que sacar en tiempo récord.
Ella sonrió débilmente, como disculpándose.
—Lo siento…
—Nada de lo siento. Lo haremos y punto. Y si hace falta, lo ilustramos con sangre y sudor.
Porque claro: nuestros manwhas recién comprados quedaron olvidados sobre la cama, junto con la comida que se suponía iba a ser nuestro festín de lectura. Ahora serían nuestro “combustible” para sobrevivir a dos noches de encierro académico.