Dulce Accidente

Capítulo 3

El viernes amaneció con olor a detergente y café instantáneo. En nuestro cuarto del dormitorio había dos climas simultáneos: el huracán Molly, que consistía en montañitas de ropa, cajas con foami, listones y un unicornio de peluche con un ojo cosido al revés mientras intentaba meter en otra caja, todos los títeres que había armado para los dioramas que le había platicado su madre que haría para una actividad de la escuela donde trabaja; y mi tormenta Rin, que era… bueno, una maleta abierta con demasiados atuendos “por si acaso”, tres de mis libretas con diseño, y mi paleta de caramelo de fresa usada como separador de apuntes.

—¿Crees que esto sea mucho? —preguntó Molly levantando una bolsa con plumones, otra con cartulinas, y una cajita donde guardaba sus materiales didácticos: mini pupitres de cartón, figuras de foami y un pequeño diorama que planeaba mostrarles a sus padres—. Quiero que vean todo lo que preparé para el grupo de mis papás.

Los padres de Molly habían sido maestros toda la vida, de esos que creen que enseñar no es un trabajo, sino una forma de vivir. Después de tantos años en la ciudad, el padre de Molly empezó a enfermarse: el estrés, el ruido y el ritmo acelerado le pasaron factura. Así que, cuando se jubiló, decidieron mudarse al campo.

Claro que no pudieron dejar de enseñar —ninguno de los dos sabe estar sin un pizarrón cerca—, así que ahora dan clases en la pequeña escuela del pueblo. Dicen que allí el aire es más limpio, los niños más atentos y las risas duran más. Y, según Molly, su papá jura que desde que se mudaron ya no necesita tantas medicinas, solo café y buenas historias.

Por eso Molly decidió estudiar pedagogía y puericultura. Creció viendo en sus padres ese amor genuino por enseñar, y soñaba con continuar esa vocación a su manera. Llevarles sus proyectos y materiales didácticos la llenaba de entusiasmo; siempre que podía los visitaba una o dos veces al mes para entregarles nuevas ideas y recursos para usar con sus alumnos.

Su madre, aunque una maestra brillante, nunca fue fan de las manualidades, así que los materiales de Molly se convirtieron en un tesoro para ambos: los niños esperaban con emoción cada nueva creación suya. Esa colaboración familiar no solo fortalecía su vínculo, sino que también le servía como parte de su proyecto de tesis, donde recogía información en un entorno real con la ayuda de sus padres y los materiales que diseñaba con tanto cariño.

Miro todo lo que lleva y sonrío ampliamente—Para un fin de semana en el campo, solo te falta empacar la escuela entera —respondí, metiendo mi tercer par de medias “por si hace frío… o por si hay look campirano con botas”.

Revisé mi mochila por quinta vez: cuadernos de bocetos, cámara, lápices y un par de telas que me habían sobrado del último proyecto. Siempre llevo algo “por si acaso”. No puedo evitarlo; mi mente funciona como una esponja cazadora de ideas.

Molly dice que tengo la manía de buscar inspiración hasta en las señales del baño, y no lo niego. Me gusta observar, tomar fotos y encontrar combinaciones de colores en los lugares más raros. Ahora que íbamos al campo, estaba segura de que volvería con un millón de ideas nuevas para mis diseños.

Además, Molly siempre termina siendo mi modelo involuntaria… aunque mis favoritos siguen siendo sus hermanos gemelos, dos revoltosos que jamás dicen que no a una sesión de fotos improvisada. Les encanta disfrazarse, posar y molestar a Molly cada vez que les pido ayuda. Según ellos, “es arte”, aunque una vez terminaron envueltos en cortinas y con coronas hechas de espagueti seco.

Lo que me recordó el motivo de nuestro viaje: sus padres celebraban su cuadragésimo aniversario de bodas.

Molly había pasado toda la semana preparando un regalo especial con ayuda de sus hermanos —aunque, conociendo a los gemelos, eso incluía travesuras, bromas y quizá una serenata improvisada con guitarra desafinada—.

—¿Lista? —Molly me miró con esos ojos violeta llenos de brillo.

—Lista. —Cerré la maleta; me subí para que el cierre corriera. Funciona. Técnica patentada.

Salimos arrastrando bultos, maletas con rueditas y todo un arsenal de cosas que bien podrían abastecer a una mudanza completa.
Entre los materiales didácticos de Molly, mi cámara, telas, bocetos, y una cantidad absurda de snacks “por si acaso”, parecíamos dos exploradoras rumbo a una expedición al Polo Norte.

El encargado del maletero nos miró con una mezcla de resignación y respeto. No sé si por nuestra determinación o por el volumen de cosas que llevábamos. Una a una, las maletas, cajas, bolsas, tubos con cartulinas y una misteriosa caja llena de muñequitos didácticos fueron desapareciendo bajo el autobús como si alimentáramos a una bestia hambrienta. Al final, el hombre suspiró, limpió el sudor de su frente y nos entregó diez boletitos numerados colgando de un cordón.

—¿Todo esto es suyo? —preguntó con un tono entre incrédulo y divertido.

—Eh… depende de a qué llame “todo” —respondí, mirando a Molly, que sonreía culpable.

Entre el equipaje y los materiales, ocupamos “casi” la mitad del portaequipaje del autobús. Los otros pasajeros esperaban con una paciencia digna de santos, algunos levantando las cejas, otros conteniendo la risa. Incluso el pobre conductor del Uber que nos trajo seguía ahí, viendo cómo su cajuela había quedado traumatizada. Parte del equipaje viajó conmigo en el asiento trasero, otra parte en el delantero… y el resto, milagrosamente, en el techo.

En retrospectiva, habría sido más sensato mandar todo por paquetería, pero, Molly no quería dejar viajar solos a sus “bebés”.

—Solo es un fin de semana, Molly… no una temporada completa en La Casa del Campo —bromeé mientras subía al autobús.

Ella me sacó la lengua y abrazó una caja con tanto amor que juraría que contenía oro.
—Ríete, pero aquí va todo lo que preparé para la clase de mis papás —respondió con orgullo.




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