Dulce Accidente

Capítulo 4

El amor huele a coco, limón y canela**

El sábado amaneció con olor a pan recién horneado y a una emoción que se respiraba desde el primer bostezo.
La casa de los Sandoval era un verdadero hormiguero: voces, risas, cazuelas chocando, los gemelos corriendo de un lado a otro como si se hubieran tomado tres cafés cada uno.

Desde la ventana del cuarto de Molly veía cómo Tommy y Elián colgaban luces entre los árboles, ayudados por los sobrinos que corrían con farolitos en las manos como si fueran luciérnagas. Clara y Luz, las hermanas mayores, iban y venían con manteles, flores, platos, postres… un caos perfectamente coordinado.

—¡Más al centro, Tommy, que ese foco parece alumbrar al perro! —gritó Luz desde el jardín.

—¡El perro también merece su momento de fama! —respondió él, riendo junto a los sobrinos.

El aire olía a mole, a arroz, a guisos, a fiesta. Para cuando el sol comenzó a esconderse, el patio se había transformado: luces cálidas colgaban de los árboles, las mesas parecían listas para una boda y un pequeño trío afinaba guitarras en la esquina. Todo brillaba bajo el cielo anaranjado del atardecer.

La mamá de Molly, doña Teresa, caminaba entre los invitados con una sonrisa que podía iluminar una ciudad entera, y don Ernesto, su esposo, afinaba el micrófono improvisado para dar su discurso después de la cena.

Cuando la música empezó, la fiesta se encendió de verdad. Vecinos, amigos y colegas de los Sandoval llenaron el patio; la comida desaparecía más rápido de lo que se servía, y el sonido de los platos se mezclaba con las risas.

Yo no podía dejar de mirar. Cada detalle me parecía hermoso: las guirnaldas moviéndose con el viento, el brillo del papel dorado en las mesas, las luces bailando sobre las copas. Había belleza en todo, y mi cabeza ya empezaba a imaginar telas, bordados, formas.

Molly me encontró con mi cuaderno en la mano y sonrió.
—Ven, falta lo mejor.
Sacó una cajita envuelta en papel crema y un lazo rojo. La sostuvimos entre las dos mientras se acercaba a sus padres.

—Esto es de las dos —dijo ella, emocionada—. Para celebrar todos estos años de amor, enseñanza y locura compartida.

Doña Teresa arqueó las cejas, curiosa, y abrió el paquete con cuidado. Dentro había un chal tejido con hilos dorados y marfil, lleno de detalles: pequeños bordados de libros abiertos, hojas, corazones y niños riendo.

—Cada hilo representa un año juntos —expliqué, con un nudo en la garganta—. Las hojas son por lo que enseñaron, y los niños… bueno, por todos los que aprendieron con ustedes.

—Y el diseño lo hicimos entre las dos —añadió Molly, con sonrisa risueña.

Doña Teresa se llevó una mano al pecho y su esposo la abrazó con ternura. Es uno de esos momentos que te calientan el alma.

—Ay, niñas… —susurró ella, con los ojos brillando—. No saben lo mucho que esto significa.
Don Ernesto le colocó el chal sobre los hombros y sonrió.

—Pues si el amor tuviera textura, seguro se sentiría así —dijo.

—Y este es para ti, papá —dijo, sacando una segunda caja.
Don Ernesto arqueó las cejas, curioso. Dentro había un chaleco tejido a mano, con tonos tierra y azul profundo, lleno de pequeños detalles: un patrón de hojas, líneas y figuras diminutas de libros que parecían cosidos con paciencia infinita.

—Lo hicimos juntos también —le dije—. Es un diseño único, como tú. Tiene bolsillos amplios para tus lápices y cuadernos, y un forro cálido, por si te toca dar clases temprano.
Don Ernesto lo levantó, maravillado.

—Caray… hasta parece salido de una película. —se lo probó ahí mismo y sonrió—. Me queda como hecho para mí.

—Literalmente —reí—.

Doña Teresa le ajustó el cuello del chaleco y le dio un beso en la mejilla. —Para que no se te enfríe el corazón, profesor —dijo ella, divertida.

Él respondió con una carcajada suave. —Eso es imposible.

Alguien gritó desde las mesas:
—¡Que bailen los novios!
Y el trío cambió de melodía. Sonaron los primeros acordes de “Sabor a mí”.

Verlos bailar, compartiendo todos esos años, me dio ganas de casarme también —sí, así, sin planearlo— y encontrar un amor así de dulce.
Uno que se construya con paciencia, con peleas pequeñas y reconciliaciones grandes, con respeto, apoyo y esas miradas que todavía se buscan después de medio siglo.
El tipo de amor que no necesita promesas grandiosas porque ya está hecho de los días simples.

Molly se abrazó a mí, y yo a ella.
—Prometo que si algún día me caso — me dice con lágrimas en los ojos y una gran sonrisa— quiero que me miren así.

La noche siguió entre música, baile y risas. Terminé bailando con los gemelos, junto con Molly; y casi me caigo más de una vez entre sus bromas. Los niños corrían por todas partes, las tías bailaban con vasos de ponche y el cielo parecía más lleno de estrellas que nunca.

Cuando sacaron el pastel, el corazón se me encogió un poquito. Era igual al de su boda: de coco, limón y almendras, con los mismos muñequitos arriba y el número 50 en grande.

Doña Teresa y don Ernesto soplaron las velas, y el aplauso fue tan fuerte que me dio ganas de llorar.
Tal vez porque, por un instante, me recordaron a mis padres.

Hay matrimonios que simplemente no funcionan, como los de mis padres.

Ahora, mi padre ya tiene una nueva familia, y mi madre también, al otro lado del mundo, con su nuevo esposo. Y yo… decidí quedarme con mi abuela. No quería dejarla sola, y, siendo honesta, tampoco sentía que encajara en sus nuevas vidas.

No me arrepiento, pero ver a la familia de Molly reunida me provocó una punzada de nostalgia.
Esa complicidad, esas risas, la forma en que todos se interrumpen para hablar al mismo tiempo… era como mirar algo que no me tocó tener.

Quizá por eso quiero tanto a los Sandoval: porque aquí me siento parte de algo. Con ellos, no soy una visita ni una sombra del pasado. Soy Rin, la “otra hermana menor”,




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