Dulce Accidente

Capítulo 6

La ciudad universitaria parecía haber estallado en calabazas, luces naranjas y telarañas falsas. Cada facultad competía por ser la más terroríficamente creativa: medicina con esqueletos de cartón, derecho con fantasmas togados, y diseño —mi facultad— con maniquíes que parecían modelos salidos de una pasarela gótica.

Era la semana de Halloween, y el aire olía a azúcar quemada, pegamento caliente y el ambiente más competitivo del año.

Faltando cuatro días para la gran ceremonia de Halloween, estoy colgada. Literalmente. Y no porque empecé mi transformación a mucilago.

Había leído en algún blog que cambiar el ángulo de visión podía desbloquear la creatividad. Así que estoy acostada en mi litera, con la cabeza colgando hacia abajo y el cabello balanceándose mientras miro mis bocetos desde otra perspectiva.

Hasta el momento, solo me había desbloqueado un ligero mareo.

Fue en ese preciso instante cuando la puerta se abrió de golpe.

—¡Rin! ¡Adivina qué! —gritó Molly, entrando como una tormenta de colores y brillo.

Tenía el cabello cubierto de purpurina, la cara manchada de acuarelas y un murciélago de cartón pegado a la camiseta. Detrás de ella, una estela de brillantina iba cayendo como si Tinkerbell hubiera tenido un accidente en el pasillo.

—¿Qué te pasó? —pregunté, incorporándome con un quejido mientras me sobaba la cabeza y la sangre buscaba circular nuevamente en el sentido correcto.

—Ayudé con las decoraciones para el festival —dijo, orgullosa—. El salón de pedagogía va a ganar este año, lo presiento. Tenemos telarañas reales, cortesía del laboratorio de biología.

—Qué asco y qué ingenioso —respondí, con una amplia sonrisa.

Molly se dejó caer sobre su cama, dejando huellas de pintura por todas partes, y sacó de su mochila un sobre negro con letras plateadas.

—Pero eso no es lo mejor —dijo, levantándolo como si fuera un tesoro—. ¡Conseguí esto!

El sobre brillaba bajo la luz. Tenía grabado en relieve un logo elegante: una máscara plateada sobre fondo oscuro y la frase “Fiesta de Halloween – Residencia Montenegro”.

—¿Montenegro… como los Montenegro del edificio de arte clásico? —pregunté, abriendo los ojos.

—Los mismísimos. La familia más rica de la ciudad —dijo Molly con aire conspirador—. Una de mis compañeras sale con el mejor amigo del hijo de la familia y… bueno, nos consiguió dos invitaciones.

Me deslice y baje de la litera de golpe. —¿Dos?

—Sí, una para ti y otra para mí. —Se inclinó hacia mí con una sonrisa traviesa—. Este sábado. Noche de disfraces, casa lujosa, piscina, DJ, y buffet libre.

—Buffet libre… —repetí, como si fuera la parte más importante.

—Rin, céntrate. ¡Fiesta en casa de los Montenegro! ¡Disfraces!

Me llevé la mano al pecho, dramática.

—Exactamente —levanta su ceja derecha y luego la izquierda intercalada— lo que necesitamos —replicó Molly, resplandeciente.

Miré el sobre, luego a ella, y suspiré. —¿Y qué se supone que vamos a ponernos?

Molly se dejó caer de espaldas y extendió los brazos, esparciendo más brillo sobre las colchas. —Algo espectacular. O algo que puedas coser en tres días.

—O ambas —dije, ya imaginando telas, corsets y capas.

La idea de diseñar mi propio disfraz me sacó una sonrisa mientras siento un hormigueo de emoción en la boca del estómago…

Tal vez esta vez no pasaría Halloween en casa viendo películas con mi abuela y un tazón de palomitas. Que tampoco está mal, claro.

Cada año lo pasamos así: ella y yo acurrucadas frente a la televisión, riéndonos de los efectos especiales y apostando quién sería el primero en morir en la película. Pensar en eso me hizo dudar por un segundo. No quería dejarla sola…

Pero luego sonreí.
Conociéndola, seguro sería la primera en arrojarme a la fiesta si tuviera la fuerza para hacerlo. “Anda, vive un poco, niña”, me diría, mientras me ponía el abrigo y me empujaba hacia la puerta.

Entonces, este año habría luces, música…

¿Qué podría salir mal?

Tres días.
Eso era todo lo que teníamos para preparar los disfraces más impresionantes de la universidad.

A esas alturas del semestre, conseguir algo decente era casi una misión imposible. Así que nos quedaba la opción más lógica: hacerlos nosotras mismas.

Dos estudiantes y una abuela armadas con tijeras afiladas, retazos de tela, materiales rescatados de tiendas de disfraces y supermercados, y una buena dosis de chocolate caliente con galletas de calabaza.

El primer día fue una auténtica odisea.
Molly y yo recorrimos media ciudad: tiendas de telas, bazares y hasta un local que olía a alcanfor pero tenía los encajes más bonitos que he visto en mi vida.

—¿Crees que esto sea demasiado? —preguntó Molly, abrazando un rollo de tul morado casi del tamaño de ella.
—Para ti, nunca es demasiado —respondí, mientras intentaba equilibrar las bolsas que amenazaban con tragarme viva.

Terminamos con una mezcla tan extraña como prometedora: terciopelo negro, encaje blanco, lentejuelas plateadas y un par de pelucas que Molly insistió en comprar “por si acaso”.
—¿Por si acaso qué? —pregunté, arqueando una ceja.
—Por si termino enamorando a un príncipe vampiro —dijo muy seria, sin parpadear.

El segundo día lo pasamos en el taller de mi abuela.
El olor a hilo nuevo, café y chocolate con galletas llenaba el aire, mezclándose con el sonido constante de las tijeras cortando tela.
Mi abuela, con las gafas colgando de la punta de la nariz, nos observó en silencio durante un buen rato antes de decir con su característico tono travieso:
—¿Esto es para dos disfraces o están planeando montar un teatro completo?

Molly soltó una carcajada y corrió a abrazarla.
—¡Doña Clara! Qué gusto verla.
—Y yo de verte, muñeca. —La abuela la sostuvo de los hombros con ternura—. Así que fiesta de disfraces, ¿eh?
Molly asintió emocionada mientras sacaba otra montaña de retazos, plumas y listones de las bolsas.
—Tenemos tres días para hacer historia —anunció como si fuera una heroína antes de la batalla.
La abuela suspiró y miró el reloj de pared.
—Entonces más vale que empecemos antes de que el hilo se niegue a obedecer.




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