Dulce Accidente

Capítulo 7

Dentro de la casa, el ambiente era una locura: luces de neón, risas que rebotaban por los pasillos y música que hacía vibrar hasta las paredes.

Molly y yo, con vasos de ponche en mano —que olimos y revisamos meticulosamente en busca de alcohol—, nos abrimos paso entre los grupos de estudiantes.

Había de todo: un grupo en la terraza haciendo una competencia de cervezas junto a un barril gigante, gritando animadamente apoyando a su favorito; otro grupo jugando billar en la sala central; y un par de valientes nadaba en la alberca, ignorando el frío de la noche.

El sonido de u fuerte “splash” nos hizo voltear: un chico disfrazado de vampiro fue arrojado al agua con todo, mientras la multitud reía. El disfraz quedó tan arruinado seguro así luce un murciélago mojado.

En el jardín, una serie de botargas — desde un astronauta, dinosaurio, conejo, rebanada de pizza e incluso estaban Luiggi y Mario —se preparaban para una carrera colina abajo. Incluso estaba un chico recolectando el dinero de la apuesta como si fuera hipódromo y esa una carrea de caballos.

Molly fue jalada por su amiga de la facultad —la misma que nos había conseguido la invitación—, una chica de cabello rojo que parecía salida de una película teen.

—¡Chicas! ¡Al fin llegan! —dijo con un brillo en los ojos—. Ven, quiero presentarles a mi novio.
Nos acercó a un chico alto, con camiseta negra y una sonrisa encantadora. Quien, por boca de Molly supe que es amigo cercano del dueño de la casa.

—Bienvenidas—dijo él, dándole un sorbo a su cerveza—. Pásenla bien, hay bastante comida, espero se queden para la media noche, habrá fuegos artificiales.

Nos guiñó un ojo antes de perderse junto con su novia entre un grupo de amigos disfrazados de gladiadores.

—¿Comida dijiste? —pregunté.

Cinco minutos después, Molly y yo estábamos frente a la mesa más gloriosa del lugar: pizzas, hamburguesas, hot dogs, papas fritas, pastelillos, fuente de chocolate y manzanas caramelizadas.

Un paraíso. Que, a pesar de las galletas de calabaza y el chocolate caliente con la abuela, los nervios me habían dejado con hambre de nuevo. O tal vez era la emoción.

Mientras inspecciono la mesa como si buscara mi siguiente tesoro, escuché una voz conocida detrás de mí.

—Hey… qué gusto verte por aquí. No sabía que vendrías.

Me giré. Y casi se me cae la manzana caramelizada.

Ahí estaba Daniel.

Mi ángel de bata blanca, convertido ahora en un príncipe de cuento: capa azul con bordes dorados, espada decorativa en la cintura, corona ligera y esa sonrisa que podría hacerle competencia al sol.
Me quedé congelada. Literalmente. Mi cerebro dejó de procesar.

—Sí… eh… la fiesta está genial. —Intenté sonar natural, pero mi lengua y mi cerebro habían hecho cortocircuito. — Una amiga de mi amiga nos consiguió la invitación. —continue balbuceando, como si buscara ganar tiempo en lo que se me ocurría algo ingenioso para que no se fuera.

Pero mi mente solo decía: ¡Está tan guapo, está tan guapo, está tan guapo!

Apoyando una mano en la mesa sonrió y añadió —Oye, lanzas bien. Deberías entrar al equipo de béisbol.

Tardé dos segundos en entender a qué se refería… y cuando lo hice, la vergüenza me subió a la cara como fuego.

—Oh… eso… —me llevé la mano al cuello—. Fue un accidente.

Él río, su risa era suave y quería volver a decir algo gracioso solo para escucharla otra vez.

Molly, que me conocía demasiado bien, me empujó hacia delante, lo que provocó que tropezara y callera apoyada en su torso. Y sí. Mi corazón hizo el sonido exacto de un caldero burbujeando.

Él rió, y su risa era tan suave que quise decir algo más gracioso solo para escucharla otra vez.
Molly, que me conocía demasiado bien, aprovechó mi distracción para empujarme hacia adelante.
Tropecé y terminé apoyada en el torso de Daniel.
Sí. Mi corazón hizo el sonido exacto de un caldero burbujeando.

Él me sostuvo de los hombros para estabilizarme, sus manos firmes pero cuidadosas.
—¿Estás bien? —preguntó con una sonrisa que derretiría hasta una momia.
—S-sí… —balbuceé, y cuando giré para fulminar a Molly con la mirada, ya había desaparecido entre la multitud.
Genial. Se lo iba a cobrar.

—¿Cuántas llevas? —preguntó él, señalando el vaso de ponche en mis manos.
Lo miré atontada.
—¿Llevar? ¿De qué…? Ah, beber. Ninguna. Vine por la comida —confesé—. Oh, y dijeron que habría fuegos artificiales.
Daniel soltó una leve carcajada.
—Sí, escuché eso —respondió con una sonrisa amable—. La verdad, yo tampoco suelo venir a estas fiestas. Los estudios me tienen bastante ocupado, pero un amigo insistió… así que vine a distraerme un poco.
—Hiciste bien —dije, intentando sonar casual mientras me derretía por dentro—. La carrera debe ser muy demandante, también mereces relajarte.
Él asintió.
—Parece que valió la pena venir.
Y me guiñó un ojo.

Solté una risita nerviosa, de esas tontas que salen solas, y antes de que pudiera esconderme en mi vaso, sentí su brazo rodearme suavemente los hombros.
—Ven, acompáñame a tomar algo. Es agradable estar con alguien conocido… además, no tengo idea de dónde quedó mi amigo —dijo, guiándome entre la multitud.

Nos abrimos paso entre risas, luces y disfraces hasta llegar a una mesa improvisada con vasos de colores y botellas por todos lados. Daniel tomó un vaso verde y me lo ofreció.
—Yo no bebo —dije con cautela.
—Tranquila —respondió divertido—. Si te pones ebria, te llevo a casa.
—Muy tranquilizador, gracias.
—Solo un trago —añadió, alzando su propio vaso—. Brindemos por tu brazo y por ese tiro legendario.

Reí, aceptando el vaso.
—Está bien, pero solo un sorbo.

Chocamos los vasos, y justo cuando acerqué el mío a los labios, alguien chocó conmigo.
El líquido se derramó sobre mi falda y salpicó al suelo.




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