Dulce Accidente

Capítulo 8

Después de la fiesta, pasamos todo el domingo como dos marmotas rendidas en la cama de mi abuela.

Intentábamos recargar batería mientras veíamos películas y comíamos palomitas, como siempre hacíamos en Halloween.

Era casi un ritual: pijamas, mantas, películas de miedo y la risa suave de mi abuela llenando la habitación. Aquella vez, sin embargo, cada tanto mi mente volvía a la imagen de las luces, la música… y de una mirada oculta detrás de una máscara blanca.

El lunes temprano regresamos al campus.

La ciudad universitaria hervía de vida: nuevos carteles en los pasillos, los restos de decoraciones de Halloween siendo retirados, y rostros concentrados en los exámenes finales de noviembre y principios de diciembre. Todos querían lo mismo: terminar sin pendientes antes de las vacaciones de invierno.

En el tablón de anuncios, la facultad de Molly aparecía en el boletín del periódico escolar: “Tercer lugar en decoración de Halloween”, firmado por el club de periodismo y comunicación.

—¡Lo sabía! —gritó Molly, agitando el periódico—. Mis telarañas fueron las mejores del campus.

—Definitivamente, la más realista —le respondí, recordando cómo había terminado pegada en una de ellas.

También habían publicado un reportaje sobre la fiesta de los Montenegro, con fotos a página completa: luces, disfraces, la alberca, y un Daniel sonriente levantando su copa de vino.
“Mira, ahí estás tú”, dijo Molly, señalando una esquina de la foto. —Vaya — rio— ahora oficialmente soy un decorado de fondo.

En ocasiones me cruzaba con Daniel, y me saludaba iluminando mi día ese pequeño instante, acelerando mi corazón.

Molly, por su parte, seguía empeñada en encontrar al chico que la había cautivado. —Ángel McFly —la escuchaba repetir mientras miraba por la ventana de nuestra habitación. Solo hacia falta que en el exterior estuviera lloviendo para completar el cuadro.

Y como nos encanta el trabajo de campo, nos sumergimos en una profunda investigación: revisando listas de asistencia en las aulas, preguntado en cafeterías y con compañeros de otras facultades. Pero no dimos con ningún rastro de él, parecía un fantasma.

Ese periodo voló. Entre proyectos, presentaciones, mucha azúcar y estudio; los días se convirtieron en semanas y, cuando quise darme cuenta, ya se hablaba de las vacaciones de invierno.

Dos semanas de descanso… un respiro bien merecido.

Mis maniquís ya iban tomando forma vestidos con los primeros diseños para la pasarela de fin de semestre. Mi cama esta repleta de dibujos al igual que mi escritorio. Y entre el desorden de Molly y el mío nadábamos entre retazos de tela, papeles y el aroma a silicona.

Molly me convenció de acompañarla a casa de su familia para pasar Navidad y Año Nuevo, conto con mi abuela, quien aceptó encantada la invitación.

El viaje, por suerte, no iba cargado de interminables bolsas con materiales didácticos; esta vez viajamos como personas normales. Mi abuela disfrutó mucho más el trayecto en tren que el del autobús —y la entiendo—, ya no está para pasar tantas horas sentada.

La casa de los padres de Molly nos recibió con olor a leña, pino y pan recién horneado.

La mamá de Molly y mi abuela hicieron migas al instante, como si se conocieran de toda la vida; hablaban de costura, recetas y anécdotas de hijas que no saben doblar bien la ropa.

La cena de Navidad fue cálida, llena de bromas, canciones y abrazos. Intercambiamos regalos, brindamos, y al salir al jardín jugamos con los sobrinos de Molly. Y con los gemelos organizamos una guerra de bolas de nieve. También, hicimos muñecos, bebimos chocolate, y esa noche, mientras las luces titilaban en el árbol, pensé que no recordaba una Navidad y un fin de años tan acogedor en años.

De regreso al campus, mis días —y los de Molly— se volvieron más agitados.
Ambas estábamos llenas de pendientes: presentaciones, proyectos finales y avances de tesis.
Pasaba más tiempo encerrada en mi habitación cosiendo que cazando a mi enamoramiento de la facultad. Aunque, siendo honesta, no lo ignoraba del todo.

Cuando me sentía cansada o saturada, me daba una “pausa estratégica”: caminaba hasta las mesas frente a las jardineras, esas tipo camping frente a los laboratorios de ciencias… justo donde sabía que él tenía clases.
Sí, conseguí su horario.
Y no, no soy una stalker… solo alguien con un amor ilusorio hacia un dulce chico.

Últimamente una idea se me había metido en la cabeza y no quería soltarla: se acercaba el 14 de febrero.
¿Qué día más perfecto para declararte que ese?
Cada año el campus se llenaba de globos en forma de corazón, ramos de flores, chocolates, y parejas que se atrevían a confesar lo que sentían.
Así que… ¿por qué no seguir la tradición?

Ya tenía asumido que podía recibir un “no”, pero también soñaba con la posibilidad de un “sí”.
Y se vale soñar, ¿no?
No quería quedarme con la espinita de no haberlo intentado.
Mi plan era acercarme más a él, conocerlo mejor y, llegado el día, entregarle una carta con mis sentimientos.
Sí, lo sé: una carta.
Súper cliché.
Pero… ¿qué sería la vida sin esos dulces clichés que hacen soportable la rutina universitaria?

Me acordé de una escena de mi vida que aún me hace sonreír: estaba en la biblioteca, en bachillerato.
Había un chico que me gustaba mucho.
Ni lo conocía, pero lo veía y pensaba: me gusta, así, sin más.
Un día, con el corazón en la garganta, me acerqué mientras él estudiaba en uno de esos cubículos individuales.
—Hola —le dije.
Me devolvió el saludo, amable.
Y sin pensarlo, solté:
—¿Tienes novia?
—Sí —respondió, algo sorprendido.
Yo asentí.
—Está bien, solo quería decirte que eres guapo.
Se sonrojó y dijo gracias.
Y yo me fui.




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