Me gusta que las cosas tengan un lugar. Que las horas sepan a lo que deben saber. Que los filas terminen donde deben terminar. Si había un principio que me definiera, sería ese: orden. Rutina. Precisión.
Era mi miércoles: comida china, siempre a la misma hora, siempre desde el mismo puesto, siempre con la misma salsa para los rollitos de primavera. Ángel había pasado la orden con sus especificaciones—y, por supuesto, con su lista interminable de “no toques esto, que está contaminado”—porque mi amigo es germofóbico hasta en los detalles más mínusculos. Yo, en cambio, soy el que mantiene los rituales y todo tiene un lugar.
Recargado contra la moto, casco en el retrovisor, chamarra doblada sobre el asiento y con mi teléfono en la mano, como extensión natural de mi pulso, le tecleé rápido: “¿Qué quieres exactamente? ¿Con salsa de ciruela o soya? ¿Sin cilantro? ¿Arroz con jengibre o normal?”
Él contestó enseguida: “Soya light. Rollitos, sin cebollín. Y revisa que el arroz no tenga gomita” Además de que supervise todo el proceso desde la preparación hasta el empaquetado.
Con los años logramos compaginar mis rutinas con su gusto obsesivo por la limpieza.
Yo necesito estructura, horarios, un orden meticuloso para funcionar; Ángel necesita superficies impecables, objetos perfectamente desinfectados, y cero contacto con el caos humano; o lo menos posible.
Éramos compatibles desde la lógica…
Compartimos cuarto desde el primer semestre.
Y sí, fue gracias a Ángel… o, mejor dicho, gracias a las habilidades ilegales-pero-extremadamente-útiles de Ángel.
Mi mejor amigo es un hacker cibernético. Su mundo son las computadoras, los códigos, los firewalls y cualquier cosa que pueda desarmar o reprogramar sin levantarse de la silla.
Cuando llegó la asignación oficial de habitaciones, bastó con que frunciera la nariz para que dijera:
—No pienso dormir con un desconocido. Puedo contra los virus, pero no contra la gente.
Una hora después, el sistema de la universidad “misteriosamente” nos asignó como compañeros de cuarto. Es la única vez —y la única persona— a la que le tolero romper un reglamento. No porque esté bien, sino porque con él… funciona.
Y la universidad nunca lo notó. Bueno, él se encargó de que no lo notaran.
Vivir juntos simplemente tenía más sentido.
Él necesita limpieza absoluta, superficies libres de bacterias y cero contacto con desorden humano.
Yo necesito rutina, estructura, horarios casi militares y un entorno organizado para no sentir que el mundo se desarma.
Mientras él limpia; yo organizo. Si él entra al baño con cincuenta toallitas antibacteriales; yo llevo un cronómetro mental para no romper mi rutina matutina.
La ventaja es enorme. Mientras algunos batallan con compañeros que dejan platos sucios o calcetines en el piso, nosotros casi podríamos ser un set de catálogo. Todo en su lugar. Todo medido. Todo controlado.
Ángel dice que vivir conmigo es “como vivir con un ingeniero militar extremadamente educado”, y yo digo que vivir con él es “tener un robot obsesionado con la limpieza”.
Y después de tanto tiempo, nos volvimos familia…
Apreté al teléfono con una sonrisa corta mientras tomaba nota mental para ir por la comida.
Disfrutaba ese minuto: mi moto, el muro y el silencio imperfecto que se formaba justo ahí.
Ese rincón no era solo un descanso del campus; era una barrera, una frontera pequeña donde el mundo no me exigía nada.
Un lugar así significa más de lo que cualquiera imaginaría.
Para alguien como yo —meticuloso, estructurado hasta el último segundo—, ese muro es un punto fijo.
Un refugio donde todo deja de moverse, donde no tengo que anticipar errores, corregir caos o mantener el control absoluto.
Es el sitio donde mi mente se reacomoda, donde cada pensamiento vuelve a su estante correspondiente.
Mi rutina lo había convertido en un santuario personal:
un borde de piedra para apoyar la espalda,
mi moto como único testigo,
y la sensación —extraña pero necesaria— de estar fuera de la corriente del campus, aunque siga dentro de él.
Ese lugar era… mi pausa.
Un respiro preciso; casi podía escuchar el tic tac invisible que ordena mi mundo.
…hasta que vino el ruido.
Me separé de la moto y me giré en dirección del bullicio.
Alcé la vista… y ahí estaba. En el borde del muro, suspendida en un instante que se sintió detenido, como si el mundo hubiera dejado de respirar.
—¿Qué hace esa loca? —musité. Las normas están para cumplirse; el campus no es un circo.
Antes de que pudiera siquiera llamarle la atención y señalar que estaba prohibido trepar ese muro… ella saltó.
Se lanzó hacia el espacio limpio entre mi moto y yo, con naturalidad casi felina.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente: di dos pasos hacia adelante y me planté debajo de ella con mis brazos extendidos.
El impacto fue directo: su peso contra mi pecho, mi equilibrio roto hacia atrás, los dos al suelo en un único movimiento. Y en la colisión —porque eso fue, pura física aplicada a la boca— sus labios chocaron con los míos.
No fue un beso. Fue un choque. Un estampido de contacto que me dejó sin aire y con la boca palpitando. Sentí la sorpresa recorrerme como una descarga y, por un segundo absurdo, no supe si sujetarla o apartarme.
Ella se incorporó de golpe, las mejillas encendidas de rubor, y sus ojos abiertos con sorpresa.
Me llevé la mano al labio y dije sin pensar:
—¿Qué demonios…?
Balbuceó, asustada—. ¡Rin, me las vas a pagar! —se oyó desde el otro lado del muro, voces que la llamaban con un tono castigador.
Entonces la chica—Rin, —Saltó y corrió, dejándome tendido unos segundos, con el gusto metálico en la boca.
Me levanté aturdido, no sabía si por la caída o por… eso… ese choque de labios que aún me quemaba como si hubiera mordido un cable eléctrico.