La puerta del dormitorio se cerró detrás de mí con un clic familiar. Ese sonido siempre marcaba el regreso al orden… Pero hoy no surtió efecto.
La habitación estaba casi en penumbra, iluminada por el resplandor azul de tres monitores que ocupaban casi toda la pared del escritorio de Angel.
En la pantalla de la izquierda corría un río interminable de código verde, líneas y líneas moviéndose como si tuvieran vida propia. En la central, un mapa tridimensional rotaba lentamente, probablemente otro de sus proyectos raros. Y, en la tercera, un videojuego en pausa mostraba un avatar con armadura plateada y espadas dobles.
Angel estaba ahí, con sus enormes audífonos puestos, moviendo los dedos velozmente por el teclado como un demonio, alternando entre teclas sin mirar, como si su cerebro tuviera más RAM que la computadora.
—Ya tenía comenzaba a comerme los códigos por el hambre — Me dice, mientras se quita los cascos y se gira en su silla hacia mí.
Me siguió con la mirada mientras entraba y dejaba la comida china sobre la mesa baja, entre nuestras camas.
—Si, lo lamento, tuve un…contratiempo. —decirlo me clavo una roca en la boca del estómago.
Angel se levantó de la silla. Sus pasos fueron directos a la esquina donde tenía su “estación de purificación”: un mini lavamanos, un dispensador automático de gel antibacterial, una lámpara UV, y una bandeja metálica donde guardaba sus utensilios esterilizados.
Lavó sus manos como si fuera a realizar cirugía mayor. Luego abrió las bolsas usando guantes —¿No vas a comer? —preguntó mientras sacaba de su empaque unos palillos nuevos.
Me senté al borde de mi cama. Nunca me había sentido tan… fuera de mi sistema.
Angel miró el rollito con una concentración casi religiosa, como si en sus ojos tuviera la capacidad de un microscopio electrónico para detectar cualquier bacteria; una vez satisfecho con su revisión, dio el primer bocado
No respondí. Solo saqué mi reloj del bolsillo y lo dejé sobre la mesa.
Lo observé como si pudiera reconstruirse por arte de magia. Como si el cristal no estuviera hecho añicos ni las manecillas marcando una hora muerta. Pero no. Estaba roto.
El aire se me atascó en la garganta.
Sentí la mandíbula tensarse, los dientes apretando hasta doler. Los hombros rígidos. El pulso desbocado intentando encontrar un ritmo que ya no estaba en mi muñeca. Cada respiración entraba medida, áspera, como si el cuerpo no supiera si debía luchar o quedarse quieto.
Ese reloj… No era solo orden, o parte de mi rutina y control. Era mi madre:
Tenía ocho años.
Mi padre discutía con ella en el pasillo, su voz una pared fría, la de ella una grieta dulce tratando de mantenerse firme. Yo me escondía detrás del marco de la puerta, temblando como si mis costillas fueran demasiado finas para contenerme.
Ella me encontró primero. Siempre lo hacía. Y se arrodilló a mi altura con esa sonrisa cansada, esa que pretendía que todo estaba bien, aunque sus ojos contaran otra historia. Sacó el reloj de entre sus manos. Era grande para mi muñeca infantil, pero ella lo abrochó con paciencia.
“Cuando te sientas nervioso, mi amor…” Sus dedos tocaron el cristal. “…escucha el tic tac. Marca un paso a la vez. No importa lo que diga tu papá. No importa si él no mira. Yo sí te veo.”
Yo solo asentí, intentando no llorar.
Con el tiempo, ese reloj se convirtió en su forma de sostener mi mano cuando ella ya no pudo hacerlo.
Regresé al presente. —¿Qué pasó? — La pregunta de Angel quedó suspendida. Como ella antes de colisionar.
Tragué saliva. El ruido proveniente del pasillo era un murmullo lejano.
Él entrecerró los ojos. —¿Te asaltaron?
—No.
—¿Te caíste?
—Tampoco.
—¿Te golpearon?
Negué.
Angel parpadeó. —¿Entonces qué demonios te rompió TU RELOJ? —El conoce perfectamente la importancia de tiene para mí. Era lógico que estuviera preocupado.
Me llevé la mano al puente de la nariz.
—Una chica.
Silencio absoluto.
Angel lo procesó, pestañeó dos veces y levantó su ceja izquierda… y dijo: —… ¿Cómo te lo rompió una chica, Alex?
—Saltó del muro.
—¿Qué?
—Encima de mí.
—¿QUÉ?
Sí, tampoco yo seguía sin creerlo.
—Y… me besó.
Angel se quedó con el bocado a medio camino de su boca. Lo regresó al plato sin masticar, acomodó los palillos perfectamente paralelos sobre la charola y luego me miró como si yo acabara de anunciar que iba a abandonar la carrera para unirme a un circo.
—… ¿Perdón? —dijo muy lento, como si temiera que yo estuviera bromeando o sufriendo una crisis mental.
Yo respiré, elevé ligeramente los hombros. ¿Qué otra explicación podía darle? Pasó así. Tal cual.
—Ella saltó —repetí, como si aclararlo ayudara.
—¿De dónde?
—Del muro.
—¿Y cayó encima de ti?
—Sí.
—¿Y te besó?
—Sí. Y mi reloj se estrelló contra el concreto. — Me pasé la mano por el rostro.
Él se inclina hacia adelante, serio, estudiándome como si buscara signos de conmoción cerebral.
—¿Estás bien?
—No.
—¿Físicamente?
—Sí.
—¿Mentalmente?
—No.
Angel dejó los palillos sobre la charola, perfectamente alineados.
Me miró fijamente.
—Bro… ¿y qué vas a hacer?
Me encogí de hombros.
—Nada.
—¿Nada? —Angel repitió como si yo acabara de decir que iba a dejar de usar desinfectante—. ¿No vas a buscarla?
—¿Para qué?
Angel ladeó la cabeza.
—No sé… ¿para recuperar tu reloj? ¿Para que…te pida perdón por APACHURRARTE contra el pavimento? ¿Por el beso?
Fruncí el ceño.
—No necesito ninguna disculpa. Fue un accidente.
—Te partió el reloj como si fuera galleta.
—Accidente.
—¿Y el beso?
Apreté la mandíbula.
—Accidente también.
Angel se cruzó de brazos.
—Ajá. ¿Y qué piensas hacer si te la vuelves a encontrar?