Dulce Accidente

Capítulo 12

Pasaron días, pero mi rutina seguía viéndose como un espejo roto. Había pedazos… sí. Pero ya no encajaban igual.

Yo no era de “perder el control”. Mi vida funcionaba en líneas rectas: Horarios. Comidas exactas. Estudios. Ejercicio. Silencio.

Y, sin embargo… cada vez que caminaba por el campus, me sorprendía a mí mismo girando la cabeza buscando su cabello desordenado entre la multitud. Ridículo.

A veces creía verla a lo lejos. Mi pecho reaccionaba antes que mi cerebro. Una sacudida. Un salto interno. Como si mi cuerpo supiera algo que yo no.

No sabía si quería encontrarla para exigirle explicaciones… o para volver a sentir sus labios chocando con los míos. Y esa duda, esa fisura en mi autocontrol, era intolerable.

Justo cuando por fin había logrado un momento de silencio en mi habitación, mi teléfono vibró. Mi padre.

“Ven a casa inmediatamente.”

Inmediatamente. Palabra que, para él, significaba: “Deja todo. Obedece. Corre.” Pero yo no obedecía con tanta rapidez desde hacía años. Terminé de vestirme y salí.

Conduje hasta la propiedad de mi padre. Estacione la moto sin apagar el motor. Me quede todavía unos minutos aparcado al exterior de la entrada principal, mientras sostenía mi casco. La piedra blanca, las columnas, el eco del motor dentro del estacionamiento privado… ese lugar era una jaula con perfume caro.

Entré al comedor sin prisa.

Marta —mi “madrastra”— sonreía como si fuera anfitriona de un programa matutino. Mi padre hojeaba documentos mientras una señora servía los platos con comida.

La mesa estaba puesta para tres. Por supuesto.

Me quedé parado. —¿Querías verme? —pregunté con el tono más neutral que poseía.

Mi padre levantó la vista apenas un segundo. Suficiente para juzgarme de pies a cabeza.

—Llegas tarde —sentenció—. Dije inmediatamente, Alex. Parece que para ti la palabra tiene otro significado.

Instintivamente mi mano cubrió mi muñeca izquierda. El vacío donde debía estar el reloj me golpeó de nuevo en el estómago. —Estaba ocupado con la universidad —respondí, sin alterarme.

Marta habló antes de que él pudiera replicar.

—Ay, Alex, cielo, siéntate a comer con nosotros. Hace tiempo que no vienes a ver a tu padre.

Ese “cielo” me produjo un malestar inmediato. No era cariño. Era una farsa educada. Un cuchillo envuelto en listón. —No, gracias, Marta —dije sin mirarla.

Mi padre soltó el tenedor, haciéndolo chocar con el plato. —Tu madre solo está siendo amable. ¿Qué forma de responder es esa?

La palabra “madre” me hizo hervir. La miré directo, con frialdad. —Ella no es mi madre. Deberías dejar de fingir que lo es, y de forzarme a aceptarla.

Rogelio se puso de pie de un golpe, la silla rechinó.

—¡Imperdonable!

Pero Marta le tomó el brazo con esa falsa delicadeza que solo ella domina.

—Rogelio, por favor... —susurró con voz trémula—. Está bien. Lo entiendo. Es solo… que duele un poco, pero… estoy acostumbrada.

La teatralidad habría ganado un Oscar. Mi padre cayó redondo.

—¿Ves lo que provocas? —gruñó señalándome como si fuera un intruso—. Esta mujer te ha cuidado todos estos años y así le pagas. Eres un ingrato.

Le lancé una sonrisa sin humor.

—Dejen el teatro. ¿Para qué querías verme?

Mi padre inhaló fuerte, como preparándose para un gran anuncio. —Te voy a retirar el apoyo económico —dijo con dramatismo calculado.

Solté una risa seca. —Hace años que no recibo ni un centavo tuyo. Deja de creer que puedes chantajearme con eso.

Su mandíbula tembló. —¡Me vas a matar del coraje, Alex! ¡Soy tu padre! —bufó él, golpeando el mantel—. ¡Malagradecido!

Marta fingió espantarse. —¡Rogelio, calma, por favor…!

—No eres tú quien paga mis estudios —respondí frío—. Tengo beca. Y trabajo.

—¿Trabajo? —repitió él, como si la palabra fuera sucia—. Déjame adivinar… ¿sigues jugando al abogadillo defensor de causas perdidas? ¿Eso crees que es una carrera? ¡Qué estupidez tan monumental!

Busqué mi muñeca por instinto.

—¡Tu madre crió a un inútil! —rugió él.

Mi respiración se volvió corta.

—No hables así de mi madre —gruñí cuando él la mencionó con desprecio.

Pero él continuó, empujando.

—Ya hablé con los socios. Mientras haces el cambio de carrera, puedes empezar a asistir a las oficinas. También hablé con el rector. Está más que feliz de procesar tu cambio. Ya te dejé “jugar” lo suficiente. Es hora de que te hagas cargo de tu obligación.

Algo dentro de mí crujió. —Cállate —sentencié, la voz baja, firme y quebrada en algún punto que no quería mirar. La palabra “obligación” me repugnó. —Tienes prohibido meter las manos en mis decisiones —dije, manteniéndome en pie—. No soy tu empleado ni tu títere. Y hace años dejé claro que no pienso seguir tus pasos.

Rogelio apretó los dientes tan fuerte que casi se escucharon. —No puedes seguir escapando de tu apellido.

—Estoy haciendo exactamente eso —respondí. Sin esperar más, di media vuelta y salí del comedor antes de que el veneno de esa casa lograra alcanzarme otra vez.

Desde que cumplí la mayoría de edad, mantuve la distancia con todos ellos. Si no lo había hecho antes fue porque no podía: dependía de lo poco que quedaba del mundo que mi madre construyó para mí. Fue gracias al dinero que ella dejó, guardado en una cuenta inaccesible para mi padre, que pude sobrevivir los primeros años sin tener que inclinar la cabeza ante Rogelio.

Después el trabajo, conseguí la beca, y poco a poco me deslindé más de su dominio. Nada de palancas. Ni de su apellido. Nada de deberle un favor a nadie de esa casa.

Y aunque soy el hijo mayor, no pienso heredar ni una piedra de esa empresa. No quiero su legado.
No quiero su mundo.

Marta se encargó muy bien de eso con los años… asegurándose de recordarme siempre que yo era la pieza incómoda, la sombra, el que sobraba....

Salí por la puerta principal sin mirar atrás. El aire frío de la calle me golpeó la cara, y pude respirar…




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