Dulce Accidente

Capítulo 13

Lo primero que hice el lunes por la mañana fue ir por mi reloj. El relojero abría a las ocho en punto y yo estaba ahí desde las siete cuarenta, de pie frente al local, con las manos en los bolsillos y un hueco extraño en el pecho. Mi muñeca desnuda seguía pesándome como si llevara una piedra atada a la piel.

Cuando el señor Cortés levantó la cortina metálica, me saludó con una sonrisa cansada. —Justo a tiempo, joven Loredo —dijo, acomodándose los lentes.

—Buenos días —respondí.

Cuando entré, el taller olía a aceite, metal y café quemado. Cientos de relojes colgaban de las paredes, cada uno tictaqueando a su propio ritmo, como si compitieran entre sí.

El sonido me golpeó un recuerdo que no esperaba: yo, sentado junto a mi madre, viendo Pinocho por enésima vez.

El reloj de mi madre estaba sobre su mesa de trabajo, extendido como un paciente en cirugía. El cristal nuevo reflejaba la luz. Las manecillas habían sido calibradas. El pulso del mecanismo vibraba, suave, constante, como un corazón recuperado.

—La correa ya estaba muy desgastada —explicó el relojero—, pero respeté la textura y el color.

Tome el reloj en mis manos, la sensación del peso tan familiar volvió a mi muñeca.

Tic tac.

El sonido me hizo sonreír. Fue como si al fin pudiera respirar nuevamente. —Gracias —murmuré.

El relojero sonrió. —Cuídelo bien, joven. Pocas cosas en la vida regresan a funcionar igual después de romperse.

Salí del local con el reloj latiendo contra mi piel. Y por un segundo… por un estúpido segundo… pensé en ella.

En ese caos de cabello revuelto, ojos brillantes, labios temblorosos que cayeron sobre los míos como un accidente dulce y absurdo.

“Rin.”

Sacudí la cabeza, molesto conmigo mismo. No tenía que pensar en eso. Tenía que volver a mi rutina.

De camino al campus pasé por el puesto de baguettes y me llevé un café extra para Angel.
Era lunes y todavía era temprano. Y él había permanecido despierto hasta altas horas de la noche sumergido en un proyecto de programación y juegos en la red.

Cuando crucé frente a las jardineras, cerca de la biblioteca y los laboratorios de Medicina, me detuve en seco. Mi corazón subió hasta la garganta... Ahí estaba ella.

—¿Pero qué demonios estaba haciendo? — Estaba detrás de un muro, como un gato cazando pájaros. Me acerqué apenas un paso. No alcanzaba a ver qué miraba con tanta intensidad.

Entonces la vi tomar una piedra y luego lanzarla. —No… —murmuré. Saque mi móvil y le tomé una fotografía.

Un grito agudo cruzó el aire.

Fruncí el ceño. ¿Había golpeado a alguien? ¿En serio? ¿Esta mujer estaba… loca?

Con paso decidido me preparé para intervenir. No podía permitir tales faltas. Pero antes de que pudiera llegar a ella, se escurrió entre los pasillos de Ingeniería como un conejo dentro de su madriguera.

Miré en la dirección hacia donde había lanzado la piedra. Una chica con bata blanca recogía una libreta empapada de un charco. Ella no estaba herida, por suerte…

Negué con la cabeza.

—Perfecto. No solo trepa muros, también lanza proyectiles —murmuré entre dientes.
¿Quién demonios hace eso?

Mientras la chica del cuaderno maldecía su suerte y exprimía las hojas empapadas, yo seguía intentando entender qué clase de caos ambulante era esa muchacha.
Saltaba muros, lanzaba piedras… ¿qué seguía después? ¿Provocar un incendio en la cafetería?

Me llevé una mano a la frente. “Definitivamente no puede ser estudiante de esta universidad”, pensé. Pero una parte de mí —la que detesto reconocer— quería saber más.

Saqué el móvil, amplié la cámara y capturé su perfil: el cabello revuelto, la expresión desafiante, la chispa en los ojos después de lanzar la piedra.
Miré la foto un momento, sorprendido de que incluso desordenada… tenía algo hipnótico.

Abrí el chat con Ángel y escribí: “Necesito que averigües quién es esta chica.”

Adjunté la foto y la envié.
Mientras la pantalla mostraba el doble check azul, no pude evitar pensar que tal vez acababa de cometer un error…

Unos minutos después llegué al dormitorio.

Ángel estaba apagando la computadora, y por primera vez en horas no tenía los auriculares puestos. Se estiró, crujieron sus hombros, y con la misma calma con la que uno comenta el clima, soltó:

—Iris Valdés. Veintiún años. Estudiante de Diseño de Modas. —Alzó una ceja sin apartar la vista de su monitor—. Tutor legal: su abuela materna, Teresa Valdés. Dueña de un local de costura en la zona centro.

Tomó un paño húmedo y comenzó a limpiar el teclado, luego la mesa, el mouse y hasta el borde de las pantallas.

—Te tomó menos de diez minutos —dije, dejando las llaves sobre el tazón en la entrada donde siempre las coloco.

— Siete y medio —corrigió—. Pero tú tardaste casi veinte en volver.

Sonreí. Sabía que a Ángel no le tomaría más de un par de clics encontrar hasta una aguja en el pajar infinito de la red. Pero lo que todavía no tenía claro era por qué había querido averiguar quién era esa chica.

—Es la del muro, ¿cierto? —preguntó Ángel, con un tono entre burla y deducción profesional.

—Sí… es ella.

—¿Y qué? ¿Te impresionó tanto que necesitabas su biografía? —replicó, mientras rociaba desinfectante sobre su escritorio.

—No. — pase los dedos por mi nuca, incómodo—. La vi lanzando una piedra a una compañera en el área de medicina. La otra chica terminó con su cuaderno empapado en un charco. Quiero saber quién es, nada más.

Ángel levantó una ceja, divertido.
—Claro, claro. Muy cívico de tu parte.

—No esperaba que alguien del campus se comportara así. —dijé, mientras me aseguraba que mis lapiceros estuvieran en orden sobre mi escritorio, en paralelo con mi libro y me sentaba frente al escritorio. — Ese tipo de personas traen problemas.

—Y tú no toleras los problemas, lo sé —dijo Ángel, tirando los paños usados, antes de sacar una bolsa sellada al vacío de un baúl. La abrió y sacó una colcha impecable—. ¿Entonces? ¿Vas a denunciarla? ¿Arrestarla?




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