Dulce Accidente

Capítulo 14

Al principio creí que solo la vería una vez más, quizá en los pasillos o en el comedor, como sucede con cientos de estudiantes en el campus.
Pero no.
Iris Valdés parecía tener el don de estar en todas partes… o tal vez era yo el que había empezado a notar demasiado su presencia.

Algunas mañanas la veía corriendo con la mochila medio abierta, papeles asomando como alas. Llegaba tarde a clase, siempre. La escuchaba desde el otro extremo del pasillo antes de verla.
Riendo. Disculpándose. Tropezando con medio mundo.

En la cafetería era otra historia. Pedía algo, se sentaba, daba dos bocados, dejaba el envoltorio sobre la mesa y se iba. Y cuando yo —como todo ser civilizado— estaba a punto de recogerlo para depositarlo en el cesto, ella volvía con una nueva bebida o un pastel y decía algo así como “¡se me antojaron!” antes de marcharse otra vez, dejando un nuevo desastre tras de sí.

En la biblioteca… bueno, era imposible que no la notaran. Reía a carcajadas en una zona de silencio, o contaba chistes con su amiga —Molly, la rubia que siempre parecía seguirle el ritmo—.
Era como si el mundo entero se adaptara a su ruido, y aun así nadie parecía molesto.

Yo sí.
O, al menos, eso intentaba decirme.

La vi treparse a un árbol frente a los dormitorios femeninos para bajar un balón que había quedado atorado entre las ramas.
Subió como si fuera un gato callejero y bajó riendo, con las manos llenas de hojas, mientras las chicas que la miraban aplaudían.
¿Quién hace eso?
Nadie en su sano juicio.

Y sin embargo…
cada día que la observaba, me resultaba más difícil apartar la vista.

Rin Valdés era la antítesis del orden. Un torbellino envuelto en telas de colores, ruido y movimiento. Y yo, contra toda lógica, me descubrí esperándola.

Esperando verla correr, escuchar su risa, y, tal vez… que volviera a romper algo en mi mundo perfectamente alineado.

Hasta ahora llevo seis fotografías de ella: Comiendo, riendo, trepando el muro, caminando por los pasillos con esa manera de flotar entre el caos.

Era como si posara sin darse cuenta. Siempre esa sonrisa alegre y despreocupada, siempre amable con todos, sin importar quién fuera. Atenta. Servicial. Y, cuando algo salía mal, siempre respondía con un “lo siento” tan sincero que desarmaba a cualquiera.

Parecía vivir en un mundo donde todo terminaba bien… o, al menos, donde ella lograba que los demás sonrieran.

—Estás sonriendo —dijo Ángel, sacándome de mis pensamientos mientras apretaba su pequeño frasco de gel antibacterial y lo extendía entre sus manos antes de continuar caminando.

Caminábamos hacia el edificio de Tecnología.

Ángel pocas veces asistía a clases presenciales; tenía ciertos privilegios… ser hijo del rector ayudaba.

Prefería las clases en línea, encerrado entre sus pantallas, rodeado de algoritmos y teclas.
A simple vista, muchos lo consideraban un tipo raro, excéntrico. Solo unos pocos sabíamos la verdad: de niño padeció inmunodeficiencia combinada severa, una enfermedad que lo obligó a vivir prácticamente en una burbuja durante años. Su hermana mayor fue su donante de médula ósea; prácticamente le salvó la vida. Desde entonces, Ángel aprendió que la distancia y la limpieza era seguridad.

Cada vez que entraba a un aula, limpiaba meticulosamente el asiento antes de sentarse.
Siempre elegía el rincón más apartado, de preferencia junto a una ventana.

Yo acepte sus hábitos y él se acostumbró a mi rutina.

Dos hombres que odian el desorden, intentando sobrevivir en un mundo diseñado para el caos.

—No estoy sonriendo —dije, sin mirarlo.

—Sí, claro. Y yo no tengo un litro de alcohol en gel en la mochila —respondió con sarcasmo.

Negué con una ligera sonrisa.

Después de dejar a Ángel en su aula, seguí mi camino hacia la mía.

Pasar por el corredor de Tecnología era lo más práctico… o al menos eso me repetí.

En realidad, comenzaba a sospechar que había desarrollado una especie de radar para detectar su presencia.

Y funcionaba.

Ahí estaba ella, sentada en una de las bancas del jardín lateral, con un cuaderno de dibujo apoyado sobre las piernas. El lápiz suspendido a medio trazo, la mirada fija, concentrada. Llevaba gafas redondas que resbalaban ligeramente por su nariz, y una expresión tan absorta que parecía ajena al resto del mundo.

Seguí la dirección de su mirada. Entonces lo vi.

Daniel.

Estaba conversando con dos compañeras del área de medicina, sonriendo con ese aire encantador que siempre usaba.

Iris lo observaba con una atención que me revolvió el estómago.

¿Le gustaba? ¿De todas las personas posibles, justo él?

Solté una risa seca. —Vaya cosa… —murmuré.

Quizá era lo mejor. Si le gustaba Daniel, significaba que podía sacarla de mis pensamientos.
Cerrar ese capítulo absurdo antes de que siquiera empezara.

Una relación, cualquier tipo de vínculo, era un desequilibrio innecesario. Complicaciones. Ruido.
Y ella ya estaba siendo todo eso sin siquiera estar cerca.

No era como si me importara…

Mentira.

El pecho me pesaba más de lo que estaba dispuesto a admitir.

La vi sonreír de una forma risueña, un gesto que no había captado de ella; y casi sin darme cuenta estaba tomando una foto a su expresión. Una que era a causa de mi medio hermano.

Estaba de pie a cierta distancia, lo suficiente para verlos sin ser visto.

Daniel dijo algo que no alcancé a escuchar, y luego se giró hacia ella con esa sonrisa suya tan… ensayada. El tipo de sonrisa que siempre consigue lo que quiere.

Sentí cómo mi mano se cerraba en un puño, tensa, hasta que los nudillos me dolieron.
Ella sonrió de vuelta.

Él se marchó.

Y en ese gesto, en esa sonrisa compartida, entendí que se conocían…

Yo, mientras tanto, me comportaba como un idiota. Un idiota con un teléfono lleno de fotos de una chica que ni siquiera sabe que existo. Vaya ironía: el que siempre ha defendido el orden, la lógica y las reglas, ahora es el que acecha desde las sombras, intentando justificar lo injustificable.




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