Regresar de la casa de mi padre siempre deja el mismo sabor en la boca: agrio, metálico.
Como si hubiese mordido un recuerdo oxidado.
Daniel, por supuesto, había salido ganando otra vez. La fiesta de Halloween —“una tradición familiar”, según su madre—, y mi padre, como siempre, se lo permitió sin chistar.
Yo regresé con un dolor de cabeza y la sensación de que seguir respirando el mismo aire que ellos era una condena.
El campus estaba más tranquilo de lo habitual. La mayoría de los estudiantes ya hablaban de la fiesta en la casa Montenegro, como si fuera el evento del año. Y en cierta forma, lo era. Cada otoño, el mismo escenario: luces, música, dinero derrochado y la dulce. Todos bajo el encanto de mi medio hermano, como moscas a la miel, y al dinero.
Ángel estaba terminando de limpiar su teclado cuando llegué. Había una línea de desinfectante sobre su escritorio, como una frontera invisible que nadie debía cruzar.
—Vaya cara —dijo sin mirarme, mientras se quitaba los guantes—. Déjame adivinar: cena familiar o sesión de tortura psicológica.
—Ambas —respondí, dejando las llaves sobre la mesa.
—¿Y Daniel? —preguntó con una sonrisa torcida.
—Consiguió permiso para hacer la fiesta. Obviamente.
—Claro. —Se giró, apoyándose en la silla—. El hijo dorado nunca falla.
No respondí. Me quité la chaqueta, me senté al borde de la cama y me froté la frente.
Ángel me observó en silencio unos segundos. —Y… ¿ella?
Levanté la vista, sorprendido. —¿Ella qué?
Hizo un gesto con las manos—. Iris. La chica del muro, la de las piedras voladoras y la sonrisa desarmante. ¿Ya descubriste por qué estás tan colgado de una completa desconocida?
Fruncí el ceño. —No estoy colgado de nadie.
—Ah, claro. —Sonrió, disfrutando del momento—. Y yo no tengo una colección de mascarillas N95 ordenadas por fecha de compra.
Suspiré. —Hace unos días… la vi… con Daniel.
Ángel giró lentamente hacia mí. —¿Con Daniel? ¿Tu Daniel?
Asentí. Él soltó una carcajada incrédula.
—No es gracioso.
—No, claro que no —dijo, todavía riendo—. Pero admítelo, es irónico: la chica que te roba el beso y la paz… esta embobada por tu medio hermano…
Clavé la mirada en el suelo. —Él seguramente solo la considera como una del montón y no la conoce realmente.
—Y tú tampoco —replicó Ángel con suavidad.
Me quedé callado. Tenía razón. No sabía quién era, ni por qué me importaba tanto. Solo sabía que cada vez que la veía, el resto del mundo parecía un ruido de fondo.
—¿Vas a ir a la fiesta? —preguntó finalmente.
—No tenía pensado hacerlo.
—Entonces lo harás —dijo con esa certeza que me exasperaba— Porque si algo te saca de tu rutina, Montenegro… vale la pena averiguar por qué.
El tan tedioso día llegó…
La música se escuchaba desde la esquina de la calle. El jardín de la casa Montenegro estaba iluminado con luces anaranjadas, calabazas, humo artificial y gente que reía demasiado alto para mi gusto; y un desfile de disfraces y máscaras, llenó la propiedad.
Yo iba vestido con traje oscuro, chaleco, capa y la mitad de una máscara blanca que cubría el lado derecho de mi rostro. La idea fue de Ángel. —Nada dice “represión elegante” como el Fantasma de la Ópera —había dicho mientras se ajustaba su propio disfraz: bata quirúrgica, guantes de látex, cubrebocas y una placa que decía Dr. Clean. En su caso, la higiene era su religión. Si la fiesta terminaba en pandemia o un caos zombi él sobreviviría.
Entramos juntos, pero Ángel desapareció tan pronto como vio el buffet. debía cerciorarse de las condiciones de la comida antes si quiera de considerar comer algo. Más con tanta gente paseando, hablan y escupiendo diminutos gérmenes sobre la comida. Así que rastrearía la que estuviera menos expuesta.
Yo, en cambio, me quedé quieto, escaneando el lugar.
Y entonces la vi.
Iris.
Llegó con su amiga Molly, riendo. Vestía un corset negro con encaje violeta, falda corta de tul y un sombrero de bruja ladeado. Su cabello cobrizo caía en ondas, y las puntas estaban teñidas del mismo violeta que decoraba su atuendo. Había algo en ella que parecía una contradicción viviente: inocente y peligrosa a la vez. Y, por alguna razón, esa combinación me desarmó por completo.
Tragué saliva.
Lentamente.
Demasiado lento.
Y, sí, sonó.
—Impresionante —murmuró una voz junto a mí. Era Ángel, sosteniendo un vaso de vidrio que seguramente saco de la alacena en la cocina.—. Lo usaré para recolectar tu baba antes de que caiga al suelo.
—Cállate —gruñí, sin apartar la vista.
—¿Esa es la chica del muro? —preguntó bajando la voz.
Asentí.
—¿Así que es ella, verdad? —dijo Ángel, sin apartar la vista del vaso que sostenía.
—¿Qué cosa? —pregunté, sabiendo perfectamente a qué se refería.
—La chica del muro. La de la piedra. La del beso. —Levantó una ceja—. Y ahora, aparentemente, la de tus desvelos.
Rodé los ojos. —Estás exagerando.
—No, estoy observando —replicó, con esa calma que usaba cuando desarmaba mis excusas—. Alex Montenegro, el hombre del control absoluto, enamorado de una completa desconocida. Es como ver a un relojero arrojar su colección al fuego. Fascinante.
—No estoy enamorado.
—No, claro que no. —Sonrió apenas—. Solo la buscas con la mirada cada treinta segundos, respiras distinto cuando aparece y te conviertes en estatua cuando sonríe.
No supe qué responder. Mi silencio lo dijo todo.
Ángel se acercó un poco, bajando la voz. —Tienes que hablarle. Aunque sea para saber si te recuerda… si ese beso fue solo un accidente o algo más.
Lo miré, y luego a ella. Estaba riendo con Molly, girando lentamente hacia la mesa de bebidas. Su sonrisa era un puñal disfrazado de luz.
—Hazlo, antes de que te arrepientas —dijo Ángel.
Iba a hacerlo. De verdad iba a hacerlo.
Pero entonces llegó Daniel. Él la saludó, la tomó de la cintura con esa naturalidad heredada, y ella… sonrió.