Alex caminaba hacia su facultad con un folder negro bajo el brazo izquierdo y el móvil en la mano.
Su expresión era, objetivamente, peligrosa: esa sonrisa ladeada, contenida, como un depredador que finalmente consiguió lo que llevaba semanas cazando.
Era una sonrisa felina, no lobuna., porque en ese momento él se sentía un gato satisfecho.
Deslizó el pulgar sobre la pantalla, revisando la carpeta que en su mente tenía un título claro:
“10 pruebas para tomar una decisión.”
Diez fotos.
Diez momentos.
Diez veces en las que Rin había entrado en su vida sin permiso, sin pedirlo, sin anunciarse.
Paso el pulgar deslizando cada foto hasta que se topó en la que Rin esta sonriéndole a su medio hermano Daniel… Su mandíbula se tensó al ver la foto. Y sin pensarlo demasiado, deslizó el dedo y eliminó la imagen.
Lo que fuera que Rin sentía por Daniel… eso era un problema por resolver, no un recuerdo a guardar.
La novena imagen: ella, en Halloween, mirando los fuegos artificiales. Desde ese día entendió que ya no tenía vuelta atrás.
Su sonrisa se hizo más grande al ver la decima y la onceava foto.
¿Impulsivo?
Sí.
¿Incorrecto?
Tal vez.
¿Lo repetiría?
Sin duda.
Intervenir hoy había sido necesario. No iba a dejar que Daniel la hiriera como lo había hecho con tantas otras chicas.
Mientras caminaba, pasó junto a una mesa exterior de la cafetería. Un banco estaba torcido, descuadrado respecto al resto. Alex se detuvo. Frunció el ceño. Alargó la mano. Lo alineó al milímetro con las patas de la mesa. Solo entonces pudo seguir caminando.
Desde el primer beso accidental su vida había perdido la simetría… y, para su horror, no solo no le molestaba: le gustaba. Se sentía vivo. Despierto. Fuera de su mecanismo automático y perfecto que llevaba años repitiéndose como un reloj suizo.
Miró nuevamente su móvil y reviso su contacto guardado: Novia ❤️ y sonrió.
Horas más tarde, después de terminar sus clases, Alex cruzó el patio rumbo a la cafetería de la Facultad de Leyes. El edificio estaba lleno de murmullo estudiantil, bandejas chocando, cubiertos, risas tensas de quienes estudiaban para exámenes. Él ni lo notaba. Su mente estaba ocupada… y tenía nombre.
Rin.
Entró en la fila, ordenó lo de siempre cuando es lunes: filete de pescado, arroz blanco, ensalada sin aderezo—y buscó una mesa alejada. Dejó el folder a un lado, sacó su móvil y abrió la conversación recién creada.
Primero escribió:
¿Ya comiste?
Lo leyó. Hizo una mueca. Lo borró. Intentó de nuevo:
Hola, novia…
Se detuvo. Frunció el ceño. Eliminó el mensaje. “Demasiado”, pensó.
Antes de que escribiera otra cosa, vio algo que lo congeló… y luego le dibujó una sonrisa lenta, peligrosa:
“Novia ❤️ está escribiendo…”
…y desaparecía.
Volvía.
Desaparecía.
Aparecía otra vez.
Alex apoyó un codo en la mesa, sintiendo que algo dentro del pecho se agito. Finalmente envió lo único que no sonaba como él, pero sí como lo que realmente quería:
Hola.
La respuesta tardó unos segundos. Luego apareció un sticker: Una ardillita saludando con una patita.
Al verlo, la que latió en su pecho, fue cálida. Sintió ternura. Alex tecleó:
¿Ya saliste de clases?
Segundos después, llegó otro sticker de la misma ardilla levantando un cartelito que decía “sí”.
El hombre que rara vez sonreía, ahora lo estaba haciendo con frecuencia.
¿Y comiste?
La pantalla quedó en silencio. Pasaron cinco segundos. Ocho. Doce.
Luego apareció:
“Novia ❤️ está escribiendo…”
“…borrando”
“escribiendo…”
“…borrando”
Eso le apretó el estómago.
Hasta que por fin llegó:
No, aún no.
Alex respondió inmediatamente:
Comamos juntos.
Esta vez no hubo “escribiendo…”. No hubo nada. Solo un silencio que a él le pareció demasiado largo.
Su mente empezó a trabajar sola: ¿… no quiere verme?
Estaba tan concentrado en descifrar ese silencio que casi no notó la vibración del teléfono.
Un sticker. La misma ardilla. Conduciendo una moto.
Alex soltó una pequeña risa, una que muy pocos le habían escuchado jamás. Guardó el móvil, sin tocar su comida. La dejó enfriarse mientras cada estudiante que entraba por la puerta era escaneado por su mirada, esperando verla aparecer.
Hasta que finalmente…
Ahí estaba.
Caminaba entre las mesas, buscándolo con esos ojos grandes y avellana. El cabello cobrizo se movía con ella, y los mechones morados en las puntas parecían captar toda la luz del lugar.
Ella lo encontró primero.
Alex se levantó de inmediato y le hizo una señal con la mano. Rin levantó tímidamente la suya en un saludo torpe.
Se acercó. Él, sin pensarlo mucho, separó la silla para que ella se sentara. Ella tuvo que contener el aliento al ver ese gesto tan… atento.
—Viniste —dijo él, sin quitarle la mirada.
—Sí… —Rin tragó saliva, acomodándose el mechón detrás de la oreja, nerviosa—. Es que… creo que debemos hablar.