Despertar después de oír un disparo
Un día después de la fiesta, el domingo, Kelsey despertó en la habitación de Sean. Tenía un terrible mal sentimiento al recordar lo que había sucedido el día anterior. No solo porque besó a su amigo, sino porque habían oído un disparo. Y eso, en un pueblo tan pequeño, no sucedía nunca. No sabía qué pensar o qué esperar de eso. Una parte de ella sentía culpabilidad. Podía haber alguien herido y ellos lo habían ignorado por completo. Por otro lado, podría haber sido peligroso para ambos. ¿Y si había sido un asesino? ¿Y si...?
Kelsey comenzaba a ahogarse en las probabilidades que por su mente pasaban. No se sentía capaz de dar nada por hecho.
—¡Me cago en todo lo que sea posible cagarse, Kelsey Grace!—estaba gritando Sean esa mañana mientras se lavaba, por décima vez, los dientes—. ¡¿Cómo mierda permitiste que te bese?! ¡Soy una deshonra para mí mismo! ¡Para nuestra amistad!
Cuando los gritos de Sean se alejaron de la mente de Kelsey porque volvió a encerrarse en el baño, ella pensó otra vez en el disparo. No podía dejar de darle vueltas. Miraba el techo sin entenderlo. Le causaba demasiado pavor pensar en que alguien estaba suelto ahí afuera con un arma, dispuesto a disparar cuando nadie lo viera. Kelsey sentía que estaba comenzando a ser demasiado paranoica. Era una chica de pueblo. Toda su vida había sido tranquila, la ciudad la aterraba y tenía todo planeado para no tener que dormir jamás en ningún lugar que sea habitado por más de mil quinientas personas. Ella no era así. Adoraba lo pequeño y simple cuando de su vida se trataba. Luego estaban las historias que en su cabeza tomaban sentido. En ellas nada era sencillo. Pero... muy diferentes eran la vida real y la ficción que creaba.
—Bien, creo que he aprendido mi lección. Nada de alcohol en mi sangre de nuevo, jamás—volvió a chillar Sean, llegando a la habitación. Vio a su amiga tumbada en su cama, mirando el techo, y bajó la voz—. No estarás pensando en ese estúpido disparo, ¿verdad?
Kelsey había dormido en una cama que había tirado justo a un lado de la de su amigo al llegar, pero en cuanto despertó se cambió a la más grande y ahí quedó tumbada, en sostén, sin moverse desde que Sean comenzó a lavarse sus dientes, asqueado al recordar el beso que se habían dado.
—¿Cómo voy a tomármelo, Sean?—inquirió ella—. Pueden haber matado a alguien y nosotros no intentamos hacer nada. O podríamos haberlo hecho y recibir un disparo en el intento. Pero, como sea, lo oímos y si algo sucedió, si alguien de verdad fue herido...
—A veces parece que el mayor problema que tienes, Kelsey, es tu mente—la interrumpió su amigo, acercándose a la mesa de luz sobre la que reposaba el móvil de Kelsey. Se lo lanzó para que lo tuviera a su alcance—. Deja de pensar en eso y llama a los chicos. Tenemos un episodio que grabar. O que terminar de planear, al paso que vamos.
Kelsey permaneció quieta por al menos un minuto más hasta que se dio cuenta de que, por imposible que le pareciera, su amigo tenía razón. Pensar tanto en eso iba a volverla loca. Así que hizo lo que él le dijo, tomó su celular y escribió un mensaje en el grupo de Whatsapp de Todos tenemos la palabra.
Ya te he hablado antes del grupo que Kelsey formó con muchísima ayuda, que al principio era solo una carpeta llena de videos tontos en el computador de la familia Grace y luego se convirtió en una cuenta de YouTube que nadie seguía hasta que llegó la historia estrella, esa que conmovió a todos por contar una historia tan interesante que parecía imposible que haya salido de la mente de alguien de tan solo diecisiete años.
Básicamente estoy hablando de mí.
Me uní a Todos tenemos la palabra cuando tenían tan solo seis videos subidos a YouTube y era evidente que no tenían estructura alguna, o guiones, o algo por lo que guiarse. Eran un desastre formado por Kelsey, Sean, Gemma y Dusty—los mellizos Frederick—y, más tarde, yo. Era quien, como supondrás, escribió una gran idea. La organizó de principio a fin, creó diálogos, casi todo, para luego presentársela a ellas. Era gratis. Podían hacerlo o no. Tomarlo o dejarlo. Y decidieron arriesgar.
Cuando se dieron cuenta de que mi historia había llamado la atención de al menos trescientas personas que llegaron diciendo que amaron el nuevo video, vinieron a mí rogándome que me uniera a ellos.
Bueno, puede ser que no me lo hayan rogado, pero sí que me quisieron en su grupo. Y dime, ¿cómo podría alguien como yo, Gunner Dexter, amante de escribir pero sin demasiadas ideas, negarse a algo como esto? Un grupo inspira. Los amigos te dan razones para no dejar de hacer lo que haces. Son ellos quienes te impulsan, y era lo que necesitaba. A alguien como yo, considerado raro, le costaba mucho hacer amigos. Pero de una idea magnífica que había tenido me vi beneficiado, así que me integré a Todos tenemos la palabra para hacerles la vida más sencilla.
Kelsey tenía las ideas. Yo las escribía, les daba una estructura, fortaleza, credibilidad. Ella pensaba en la mejor toma para cada parte, las escenas, y Sean, Gemma y Dusty se encargaban de poner la cara para ello. Todo era perfecto. Funcionaba más que bien, pero al ser algo público Kelsey y yo tomamos la decisión de usar pseudónimos para permanecer en el anonimato.
Aquí es donde entro a la historia. Ese día fui a la casa de Sean sin tener idea de lo que me esperaba: una Kelsey incapaz de pensar demasiado, un Sean asqueado y a los mellizos Frederick que ya conocía. No había nadie en la casa porque eran las tres de la tarde y todos los que vivían ahí eran universitarios que cursaban a esa hora, así que podíamos hablar sin molestar a nadie.