Sofia
Han pasado dos semanas desde aquella discusión en la que, después de enfrentarlo y ponerlo en su lugar, di media vuelta y me encerré en mi habitación. Cerré la puerta tras de mí y, apenas estuve sola, me dejé llevar por todo lo que había estado conteniendo. El enojo, la tristeza y la profunda decepción se volcaron en un llanto incontrolable que me tomó un buen rato calmar. Cada lágrima me quemaba el rostro, pero después de esa catarsis, logré recomponerme. En esos momentos agradecida no tener que compartir habitación él ya que no podría desahogarme como le hice. Me fui a dormir con una determinación clara: no iba a permitir que Bruno me hiciera sentir menos solo porque él no sabe controlar sus emociones.
En las dos semanas que siguieron, apenas cruzamos palabra. Solo nos dirigíamos a hablar lo estrictamente necesario y siempre relacionado con Dante. Fue él quien, con su inocencia, se dio cuenta de que algo no andaba bien. Un día, sin previo aviso, se puso a llorar, angustiado, convencido de que ya no lo quería y que iba a dejarlo. La desesperación en sus pequeños ojos, llenos de lágrimas, me rompió el corazón. En ese momento supe que, por mucho que Bruno y yo estuviéramos en malos términos, debíamos hacer lo posible por ocultarlo frente a Dante. No podía permitir que nuestra frialdad lo afectara. Esa misma noche, después de la cena, reuní el coraje necesario y fui al despacho de Bruno para hablar con él. Le conté lo que había pasado con Dante, y le dije que, si era necesario, tendríamos que fingir que todo estaba bien, incluso que estábamos locamente enamorados, solo para proteger a nuestro hijo. Como era de esperar, su respuesta fue un seco y distante "Bueno", pronunciado con esa frialdad que últimamente se ha vuelto su tono habitual conmigo.
Hoy es lunes, y Dante empieza el jardín de infantes. Anoche estaba tan emocionado que me costó horrores conseguir que se durmiera. Después de correr y jugar un buen rato, lo convencí de meterse en la ducha, y al final, para tranquilizarlo, le canté una canción de cuna. Apenas terminé la última nota, cayó rendido en la cama, como si la canción lo hubiera dejado profundamente relajado.
Esta mañana me desperté más temprano de lo habitual. Quería asegurarme de que todo fuera perfecto para su primer día. Preparar su lonchera y un desayuno especial se convirtió en mi prioridad. Así que aquí estoy, calentando unas medialunas caseras que horneé ayer, pensando en que este pequeño gesto le hará más amena la mañana.
Mientras las medialunas terminan de calentarse, las corto por la mitad y les pongo jamón y queso. Las vuelvo a meter en el horno para que el queso se derrita y quede todo perfecto. En medio de esta rutina, el sonido de pasos suaves interrumpe mis pensamientos. Escucho que alguien entra a la cocina.
—Buenos días —dice Bruno mientras entra en la cocina, con su voz tranquila y ese aire de serenidad que siempre lo acompaña.
—¡Buenos días, mami! —exclama Dante, acurrucado en los brazos de su papá, con los ojos brillantes de emoción.
Sonrío al verlo y me acerco para tomarlo en mis brazos, mientras Bruno me lo entrega con una expresión suave. —Buenos días, cielo —le digo a Dante, plantándole un beso en la mejilla. Él me mira con sus ojos grandes y expectantes, esperando que también le dé una muestra de afecto a su padre. Desde que Bruno y yo decidimos fingir delante de Dante, me he dado cuenta de que le encanta vernos actuar como una pareja afectuosa.
Esbozo una sonrisa ligera, casi forzada, y me acerco a Bruno con una taza de café caliente, preparado justo como le gusta. Él se ha sentado a la mesa mientras tomaba a Dante, y sin decir nada, coloco la taza frente a él. —Buenos días, cielo —repito, inclinándome para darle un beso rápido en la mejilla. Al sentir el contacto, Dante estalla en una enorme sonrisa, aplaudiendo con entusiasmo. Sin embargo, su expresión cambia rápidamente. Frunce el ceño, se gira hacia su papá y, con el dedo apuntando de manera acusadora, dice:
—Te comparto a mami, pero no comparto mi apodo —proclama con una seriedad sorprendente—, ¡así que búscate otro! —Cruzando los brazos con aire solemne, como si estuviera dictando una ley irrefutable.
Bruno lo observa con una ceja levantada, claramente entretenido por la situación, y luego me mira a mí, buscando alguna explicación. Yo me encojo de hombros, con una pequeña sonrisa. No tengo idea de dónde ha salido el lado posesivo de Dante, aunque, pensándolo bien, ha heredado eso de su papá. De tal palo, tal astilla, pienso para mis adentros.
Bruno suelta una carcajada baja y niega con la cabeza, divertido. —Está bien, figlio, me buscaré otro apodo —dice, mientras le revuelve el cabello con ternura. Dante responde con una sonrisa triunfante y, como si hubiera ganado una batalla importante, me da un beso en la mejilla.
No puedo evitar reírme ante la pequeña escena que acabo de presenciar. Coloco a Dante en su silla, preparándolo para el desayuno, y pongo delante de él su plato con medialunas recién horneadas, rellenas de jamón y queso, junto con un vaso de leche fría y un poco de fruta cortada en trozos pequeños.
Después, me siento frente a ellos. Mi desayuno es el mismo que el de Dante, excepto que, en lugar de leche, estoy disfrutando de una gran taza de café, sabiendo que hoy me espera un día agitado y necesito toda la energía posible.
Mientras desayunamos, Dante habla con su padre, lleno de emoción, acerca de lo mucho que espera su primer día en el jardín de infantes. Entre bocados de medialunas, no para de mencionar lo feliz que está por conocer nuevos amigos y todas las cosas que quiere aprender. Yo, mientras tanto, organizo mentalmente mi agenda, pensando en los eventos que tengo esta semana y en la lista de ingredientes que debo comprar.
Editado: 20.11.2024