Sofía
Después de despedirme de Renzo, me dirigí directamente al jardín a buscar a Dante. El corazón me latía un poco más rápido de lo habitual, como cada vez que sabía que iba a verlo. Al llegar, estacioné el auto frente a la entrada y bajé para esperarlo. El sol caía suave sobre el asfalto, y una brisa tibia me acariciaba el rostro.
Apenas Dante me vio, salió disparado como un rayo, agitando los brazos y gritando con entusiasmo desbordante:
—¡MAMIIII!
Me agaché justo a tiempo para recibirlo en mis brazos. Lo alcé con fuerza y lo apreté contra mi pecho mientras llenaba su carita de besos. Él reía con esa risa contagiosa que me iluminaba el alma.
—Te extrañé, cielo —le susurré mientras caminábamos hacia el auto.
—¡Yo también te extrañé, mami! ¡Así de mucho! —dijo, abriendo los brazos todo lo que podía, como si quisiera abarcar el mundo entero.
Solté una carcajada, negando con la cabeza por lo exagerado y adorable que era. Lo acomodé con cuidado en su sillita y le aseguré el cinturón mientras él seguía hablando sin parar.
—¿Qué te parece si vamos a buscar a papá? —pregunté, cerrando la puerta del asiento trasero y caminando hacia la del conductor.
—¡SÍÍÍ, vamos con papi! —gritó, entusiasmado, golpeando las piernitas contra el asiento.
Durante el trayecto hacia la empresa de Bruno, Dante me contó cada detalle de su día en el jardín: lo que había dibujado, con quién había jugado, y cómo la seño le dijo que cantaba muy bien. Escucharlo tan feliz me hacía sonreír todo el tiempo.
Cuando llegamos, entré al estacionamiento subterráneo, busqué un lugar libre y apagué el motor. Bajé y fui hasta el asiento trasero para desabrochar a Dante, que ya se estaba soltando solo, ansioso. Lo alcé y juntos caminamos hacia el ascensor privado que conducía directo al piso de Bruno.
Al salir, el guardia nos recibió con una sonrisa profesional.
—Bienvenida, señora Russo —me dijo, asintiendo con respeto.
Le respondí con una sonrisa y un suave “gracias”, y seguimos nuestro camino por el pasillo alfombrado hasta llegar a la oficina.
—Buen día, Sonia —saludé al pasar por recepción—. ¿Está Bruno disponible?
Mientras hablaba, levanté a Dante, que sin perder oportunidad, estiró la manito hacia un frasco de caramelos que había sobre el escritorio.
—Sí, señora Russo, puede pasar —respondió Sonia con una sonrisa cómplice.
Ni siquiera me molesté en tocar la puerta; sabía que no era necesario. Al abrirla, Bruno levantó la vista con una expresión de fastidio por la interrupción, pero en cuanto nos vio, el gesto adusto se desvaneció por completo. Sus rasgos se suavizaron de inmediato, y en su lugar apareció una sonrisa cálida que le iluminó el rostro. Se recostó en su silla giratoria y estiró los brazos hacia Dante, que ya había salido corriendo a su encuentro.
—Hola, il mio piccolo —murmuró, besándole la frente con ternura. Luego me miró, extendiéndome una mano, con esa intensidad suya que siempre lograba dejarme sin aire—. Hola, amore —agregó, con una mirada que me hizo temblar las rodillas.
—Hola, amor —susurré, acercándome a él. Nuestros labios se rozaron en un beso suave, y su mano se deslizó con naturalidad por mi cintura, atrayéndome hacia él. Cuando quise darme cuenta, ya estaba sentada en su regazo, con Dante acomodado en su otro brazo.
Reí por la sorpresa y le robé otro beso, soltando un suspiro mientras mordía mi labio inferior. Todo en esa escena me resultaba tan natural como si siempre hubiéramos sido así: una familia.
Dante, con sus ojitos pesados, bostezó profundamente y recostó la cabeza en el hueco del cuello de Bruno. Yo aproveché para acomodarme mejor, apoyando la espalda en el pecho de Bruno y atrayendo a Dante hacia mí, envolviéndolo entre los dos. Permanecimos así un largo rato, sin decir palabra, disfrutando del silencio, de las caricias, de la paz de estar juntos.
"No hay nada más que necesite en el mundo", pensé mientras los miraba, sintiendo cómo se me llenaba el pecho de amor por esos dos.
—¿Sabés? —susurró Bruno, bajando el tono como si temiera romper el encanto—. Ya que para el mundo estamos comprometidos... —sus dedos viajaban ahora por mis piernas, acariciando con lentitud— podríamos poner una fecha para la boda.
Sentí un leve cosquilleo en el estómago. ¿Nervios? ¿Ilusión? Me sorprendía que Bruno, tan racional, tan controlado, se animara a hablar de eso... y con ese temblor sutil en la voz.
Me reí suavecito y me levanté con cuidado de su regazo, cargando a Dante, que ya estaba completamente dormido. Lo llevé hasta el sillón de la oficina y lo acosté con cuidado, tapándolo con una manta. Al girarme, encontré a Bruno todavía sentado, visiblemente más nervioso que antes. Jugaba con sus manos, evitaba mi mirada... algo que jamás había visto en él.
Decidí divertirme un poco con la situación. Caminé despacio hacia él, dejando que el ruido de mis pasos marcara mi acercamiento. Al levantar la vista y verme tan cerca, tragó saliva con dificultad. Me senté sobre sus piernas nuevamente, y mientras acariciaba su barba con ternura, él me sostuvo fuerte de las caderas, como si temiera que me alejara.
Levanté una ceja y lo miré fijamente.
—¿No creés que, antes de ponerle fecha a la boda... —bajé mis caricias por su pecho— me tendrías que hacer una verdadera propuesta de casamiento? —remarqué la palabra “verdadera” con una sonrisa.
Bruno, que había estado blanco como una hoja, recobró todo el color al comprender lo que estaba diciendo. Cerró los ojos y soltó un suspiro profundo, visiblemente aliviado.
Bruno me miró como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Sus ojos se iluminaron de repente, como si alguien hubiera encendido la luz en una habitación oscura.
—¿Una propuesta de casamiento real, eh? —repitió, entrecerrando los ojos, como si estuviera aceptando un desafío.
Editado: 23.04.2025