No suelo aceptar invitaciones. Ni siquiera reviso mi correo con atención, pero aquella mañana algo me empujó a hacerlo. Quizás fue la fecha —treinta y uno de octubre— o el simple aburrimiento de un sábado nublado. Sea como sea, allí estaba: un mensaje con asunto “Te esperamos esta medianoche”.
No tenía remitente, solo una imagen adjunta: una tarjeta negra con letras plateadas y una dirección conocida por todos en el pueblo.
La Mansión Blackthorn.
Siempre había escuchado rumores sobre ese lugar. Allí vivían algunas de las familias más antiguas del pueblo, familias que nunca se mezclaban con nadie más. Nadie sabía cómo vivían dentro, ni qué hacían el resto del año. Pero cada Halloween, abrían las puertas de su hogar exclusivamente para una fiesta secreta, invitando solo a un selecto grupo de personas, y este año, aparentemente, yo estaba entre ellas.
Nadie sabía quién las enviaba ni cómo elegían a los invitados. Una vez dentro, nadie hablaba demasiado de lo que pasaba ahí.
Algunos incluso juraban no recordar nada.
Yo no sabía si sentirme halagada o asustada. Lo admito, algo en mí quería ir. Quizás era simple curiosidad, o tal vez necesitaba que algo, cualquier cosa, rompiera mi rutina.
Así que, cuando el reloj marcó las diez y media, ya estaba frente al espejo, decidiendo si mi disfraz de bruja era demasiado cliché.
El vestido negro llegaba hasta las rodillas, con un escote que no había osado antes y un corset apretado que me hacía sentir que tenía una cintura más pequeña de la que jamás creí posible. Me pinté los labios de un rojo oscuro, me puse el sombrero puntiagudo y unas botas altas de taco que hacían que mis piernas parecieran interminables.
—Usted está espléndida —me dije al espejo. Sí, así me veía yo, lista para enfrentar lo que viniera, aunque no tuviera idea de qué demonios me esperaba.
La noche afuera estaba más oscura de lo normal. No había niños pidiendo dulces, ni risas, ni luces titilando como en las películas. En este pueblo, Halloween no era un juego, era casi una superstición. Las personas cerraban sus cortinas temprano, dejaban las luces apagadas y ponían velas junto a las ventanas, queriendo mantener a raya algo que preferían no nombrar.
Mientras caminaba, el aire olía a hojas húmedas y a madera vieja. Cada paso resonaba en la acera vacía.
A medida que me acercaba a las afueras, las casas se volvían más escasas y la niebla, más densa, hasta que el camino terminó en una gran verja de hierro cubierta de enredaderas.
La Mansión Blackthorn se alzaba al otro lado, apenas visible entre la bruma.
Solo podía distinguir la última punta del tejado, y una luz azulada se filtraba por algunas ventanas, intermitente, como si ya hubiera música y gente dentro.
El corazón me dio un salto.
Estaba realmente allí. Invitada a algo que ni yo misma entendía.
Tomé aire y di un paso hacia el portón.
Estiré la mano para tocar el timbre, un pequeño botón metálico, pero antes de hacerlo, el hierro chirrió con un sonido agudo.
El portón se abrió lentamente por sí solo, dejando escapar un soplo de aire helado.
El silencio era tan profundo, que mi respiración, el roce del vestido, y mi andar parecían resonar en el aire frío y húmedo.
De pronto, un crujido seco rompió la calma. Sonó cerca, como si algo rasgara la corteza de un árbol.
Me detuve en seco, conteniendo el aliento.
Mis ojos se movieron a la oscuridad del bosque que rodeaba el jardín. No vi nada más que sombras deformes entre la bruma… hasta que algo me hizo contener el aliento.
Dos puntos rojos, intensos, fijos en mí.
Parpadeé, moví la cabeza, intentando convencerme de que era un reflejo, un juego de luces o mi imaginación. Volví a mirar… ya había desaparecido. Únicamente la bruma y los árboles que se movían susurrando entre sí.
Mi corazón se aceleró, y un nerviosismo se posó en mis hombros. La sensación de ser observada, de que algo acechaba más allá de mi visión, me empujó a apresurar el paso. Cada zancada me acercaba a la entrada. La música que venía desde la mansión se hacía más clara, los destellos de las luces de colores parpadeaban, y un cosquilleo de miedo y curiosidad recorrió mi cuerpo.
Por un segundo, quise darme la vuelta y escapar. No obstante, algo en mí me decía que debía continuar. Que necesitaba descubrir qué secreto guardaba aquella mansión.
Justo cuando extendí la mano para tocar la puerta, esta se abrió antes de que lo hiciera. Frente a mí, un mayordomo, vestido con traje formal, hizo una ligera inclinación.
—Bienvenida, señorita —dijo con voz grave y pausada—. Adelante.
Di un paso tembloroso al interior, sintiendo cómo la atmósfera cambiaba por completo. Percibí algo en el aire, un aroma a perfume y madera vieja, mezclado con un toque de incienso que no podía identificar. El corazón me latía con fuerza. No conocía a nadie, más que la simple certeza de que recibí la invitación.
La mansión era enorme, más de lo que imagine. Sus paredes estaban adornadas con retratos antiguos cuyos ojos parecían seguirme, y las cortinas de terciopelo negro caían pesadas hasta el suelo. El techo era altísimo, decorado por una lámpara de araña gigantesca que brillaba como una reliquia.
A mi alrededor, los invitados bailaban y conversaban, todos con disfraces, brujas, fantasmas, demonios, criaturas de todo tipo. Algunos llevaban máscaras elegantes que ocultaban sus rostros, otros joyas y adornos que reflejaban la luz.
A medida que avanzaba, no podía evitar mirar cada detalle, los muebles de madera tallada, los candelabros con velas encendidas, los espejos antiguos. Todo tenía un aire de antiguo y prohibido, como si la mansión guardara secretos que nadie debía descubrir… y yo, sin saberlo, acababa de cruzar el umbral hacia ellos.
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Editado: 11.10.2025