Dulce Secreto.

07.

Esa noche en particular quería ordenar unas cajas, unas de las ultimas que llegaron de la mudanza, las que quedan siempre debajo de la cama o dentro del armario “por si acaso”. Y fue en ese “por si acaso” donde el pasado me dio una bofetada.

Eran casi las diez de la noche, Sofía ya dormía, después de una batalla épica con su pijama de unicornios y una negociación digna del congreso para que pudiera quedarse a ver cinco minutos más de su caricatura favorita, al final, ganó el sueño, como siempre, y yo me quedé con el silencio y con una taza de té en la mano, mirando la montaña de cajas que no había abierto desde que llegamos a Milán.

No sé por qué lo hice, quizá porque esa tarde Bruno me había vuelto a mirar como si empezara a reconocerme o porque Sofía, en su manera caótica de existir, había vuelto a decir que “el jefe camina igual que ella” mientras se arrastraba con los calcetines por el pasillo o tal vez simplemente porque el pasado, cuando quiere salir, no necesita mucha excusa.

La caja estaba etiquetada con rotulador azul como “Universidad" Dentro había libretas, folletos, apuntes doblados, entradas de teatro, y ese tipo de cosas que una guarda por si algún día quiere recordar sus días universitarios. Saqué todo lentamente, ojeando todo con cuidado, mis viejas agendas de apuntes, fotos del campus, fotos de salidas y entonces la vi.

Una foto impresa, pequeña, de las que solía tomar Andre con su pequeña camara instantanea, yo estaba en el centro de la fota, sonriente, con un vestido rojo que me quedaba mejor de lo que recordaba a mi lado, Andre, mi mejor amiga, juntas celebrando nuestra graduación, había luces de colores detrás, humo artificial, y gente bailando al fondo una imagen muy común en el interior de una discoteca, pero detallando mejor, no era nada común.

Al fondo. Borroso, apenas visible, entre el movimiento y el poco enfoque estaba él, Bruno.

No había duda alguna de que era él, estaba recostado en la barra, de perfil, hablando con alguien, no miraba hacia la pista de baile donde estábamos, no sonreía solo hablaba, pero esa barba, ese porte, esa expresión, todo gritaba que era él, seis años más joven, sí, con el cabello un poco más largo y tal vez un poco menos de músculos, pero definitivamente él.

Sentí un frío recorrer por cada fibra de mi ser, un pequeño temblor en mis manos, el corazón empezó a latir con fuerza entre mi pecho porque ahí estaba la prueba, no era un sueño, ni una fantasía de borrachera, ni una casualidad.

Era real, él había estado en la misma fiesta, en el mismo lugar, la misma noche, el padre de mi hija y mi jefe. El hombre que no recordaba nada de mí y que, sin saberlo, había dejado en mi vida mucho más de lo que imaginaba, había dejado vida en mi vida.

Me quedé sentada en el suelo, con la foto en la mano, el té frío y una sensación de “¿y ahora qué hago con esto?” instalada en la boca del estómago, podía dejarla ahí, volver a guardarla y fingir que no la había visto pero no pude.

Porque esa imagen era más que una coincidencia, era un recordatorio cruel de que yo sabía algo que él no, que Sofía seguía dibujando papás invisibles mientras el suyo estaba a tres oficinas de distancia y peor aún, que cada día que pasaba, el silencio pesaba más.

Al día siguiente, no dije nada, claro que no, porque soy una experta en fingir calma cuando por dentro me estoy desmoronando como castillo de naipes bajo ventilador. Me vestí, peiné a Sofía, nos subimos al tranvía y llegamos a la oficina como si no llevara una bomba emocional en el bolso, Sofía, por supuesto, no detectó nada o si lo hizo, al menos no lo dijo.

—¿Hoy también almorzamos con el jefe? —preguntó mientras saltaba en una baldosa jugando al “suelo es lava".

—No lo sé, Sofi.

—Sería bueno, me gusta cómo se limpia la boca con la servilleta, como un rey de película, es el rey de la oficina. —Tuve que contener la risa. Bruno… ¿Rey? Esa era una forma delicada de decir “maniático del control”, pero bueno, dejé pasar el comentario y me concentré en no dejar caer la carpeta que llevaba apretada contra el pecho.

Ya en la oficina, intenté concentrarme en el diseño final para la línea ecológica, pero la imagen de la foto no se me salía de la cabeza. Lo peor de todo, ese dia trabajamos juntos en la sala de juntas para dejar todo en orden, cada vez que escuchaba sus pasos, veía la imagen, cada vez que él me hablaba con esa seriedad suya, me venía el recuerdo y lo peor fue que, en medio de todo eso, él empezó a notarlo.

—¿Está todo bien? —preguntó ese mediodía, apoyado en el borde de mi escritorio.

—¿Eh? Sí. Claro. ¿Por qué?

—Te ves más dispersa que de costumbre. —Dispersa. Como si fuera una pestaña flotando en una pantalla de computadora.

Estaba a punto de responder cuando Sofía apareció justo en ese momento con un dibujo en la mano.

—Mira, señor Bruno. Este eres tú, pero feliz. —Él la miró, luego miró el dibujo, tenía una sonrisa enorme, con dientes cuadrados y ojos brillosos.

—¿Así me ves?

—No. Así te quiero ver. —Y le guiñó un ojo.

Bruno soltó una exhalación que casi fue una risa. Me miró por un segundo, y algo en su expresión cambió, como si se ablandara un poco, como si esa pequeña con coletas tuviera el poder de romperle la armadura a punta de crayones.




Reportar suscripción




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.