Nunca creí que una risa pudiera doler, no del modo como cuando uno se ahoga de tanto reír, sino de esa otra forma más íntima. Aquella carcajada fue esas, una risa que creí enterrada y que regresó de mi memoria con una forma, con una voz que me estremecía desde dentro y lo más absurdo es que todo comenzó con una cuchara, más exactamente con Sofía y una cuchara, aunque siendo honesta, con ella nunca se sabe dónde empieza realmente el caos.
Aquel día llegamos a la oficina más temprano que de costumbre, Bruno había pedido una reunión para revisar las ilustraciones finales de la campaña ecológica, y yo quería tener todo a punto, sin margen de error. Entré con mis carpetas, mis nervios y mi hija de cinco años que no entendía por qué un martes cualquiera no podía llevarse su piscina de unicornio inflable.
—Mamá, ¡me prometiste que podía traerlo si no hacía ruido! —me dijo en la entrada, abrazando la mochila como si guardara oro.
—Sofi, una piscina de unicornio que se infla y se llena de agua no es precisamente discreta.
—Pero tiene nombre —me respondió con ojos tristes—. Se llama Alfonso.
—No vamos a discutir sobre Alfonso.
—Entonces él va a estar triste y vacío en casa.
La dejé con ese drama y entramos a la sala, mientras saludaba al equipo, ella ya estaba instalada en la mesa de juntas con su libreta de dibujos, como si tuviera una reunión pendiente con la junta directiva de su mundo imaginario.
Bruno llegó poco después, puntual como siempre, vestido de gris oscuro, el cabello bien peinado y un porte que siempre lograba ponerme nerviosa. Se saludó con el equipo, me dio un gesto breve de cabeza y comenzó a revisar las muestras con una seriedad que me ponía nerviosa. Siempre tenía esa expresión neutra, entre concentrado y distante, como si solo lo sorprendieran las cosas que no tenían solución.
Hasta que Sofía decidió que la cucharita de plástico de su yogur también podía ser instrumento musical, primero, la golpeó contra el vaso, después, contra la carpeta, luego, sobre el borde de la mesa y en el momento exacto en que yo me volví para regañarla, la niña se puso de pie, levantó la cuchara como si fuera una varita mágica y dijo en voz alta.
—¡Con esta cuchara mágica declaró que el señor Bruno está hechizado! ¡Y ahora no puede dejar de reír! —Todos giramos hacia ella, Bruno parpadeó un par de veces intentando comprender lo que acababa de decir.
—¿Perdón? —preguntó, levantando apenas una ceja.
—He dicho que estás hechizado —repitió con total autoridad —¡Y solo te curas si ríes! —El silencio se apoderó de toda la habitación, los empleados se miraron unos a otros y yo quería que la tierra se abriera en dos y desaparecer pero entonces ocurrió algo que no esperaba, no lo esperaba absolutamente nadie, en realidad.
Bruno se rió, no una risita cualquiera, tampoco un risa como de cortesía, ni una risa suave de una reunión, no. Fue una carcajada real, estridente, contagiosa, una de esas risas que salen desde dentro del corazon, como si una pesada carga fuese quitada de encima de él, reía con los ojos cerrados, con las mejillas ligeramente sonrojadas, y hasta con un leve temblor en los hombros.
Y a mí se me detuvo el mundo, porque esa risa, ese tono exacto, esa manera de inclinar un poco la cabeza hacia atrás y de soltar el aire como si escapara de una prisión yo la conocía.
No la reconocí, la recordé.
Volví seis años atrás a esa noche entre luces de colores, música demasiado alta y tragos demasiado dulces, a un rincón de una discoteca donde no había cámaras, pero sí carcajadas, a un hombre de barba corta y ojos grises que se reía así de mis ocurrencias, con esa libertad que no se puede fingir, al mismo desconocido que me hizo sentir que no estaba sola y que durante la noche me llevó a las estrellas.
Y en ese momento lo tenía ahí, frente a mí riendo igual, pero esta vez riendo por Sofía, su hija y ella, por supuesto, estaba encantada.
—¡Lo sabía! —gritó —¡Funcionó! ¡Mi cuchara mágica funciona! —Se acercó corriendo y le ofreció el cubierto como una ofrenda al rey.
—Para ti, señor Bruno. —Él la aceptó. La observó como si realmente fuera algo valioso.
—Gracias. Me hacía falta reír así. —Le dijo con su cuchara en la mano.
—¿Ves? Todos deberían tener una cuchara mágica. Mi mamá tiene una también, pero no lo sabe. —Bruno me miró de reojo, sonrió, pero esta vez sin risa, con una suavidad que me dejó sin aliento.
—¿Y cómo se llama su cuchara mágica?
—Se llama yo.
—¿Yo? Lindo nombre, debe ser muy especial. —Sofia asintió frenéticamente. —¡Continuemos la reunión! —Cambio el tema de inmediato volviendo a la seriedad de antes.
Después de ese momento surrealista, el equipo regresó a sus tareas, pero algo había cambiado, el ambiente ya no era tenso, las miradas eran más suaves, el día se volvió más llevadero.
Yo, sin embargo, tenía un incendio interno que no lograba apagar.
Me encerré en mi oficina unos minutos, necesitaba respirar, saqué mi libreta y, sin pensarlo, dibujé una espiral, una línea que daba vueltas sobre sí misma sin llegar a ninguna parte. Así me sentía, enredada en un recuerdo que no quería aceptar y en un presente que no podía controlar.