Dulce Secreto.

10

Hay días en los que el café no es suficiente, en los que ni el delineador, ni los tacones, ni las promesas de un nuevo contrato logran disimular el caos emocional que habita en el interior, ese fue uno de esos días. Desde que puse un pie fuera del apartamento, sentí que todo iba a salir mal, fue como un raro presentimiento soplandome en la nuca de esos que definitivamente no sabes si es un buen augurio, si es una advertencia, un mal presagio.

Ese día en particular Sofía se despertó tarde, no encontraba su otro zapato (el de unicornio, su preferido según ella, claro está), y su cereal tenía "demasiada leche y poco color", lo cual, según ella, era una ofensa imperdonable, su cabello era un caos y no me dejaba peinarlo, y estaba empeñada en llevar a la oficina un unicornio más grande que ella, yo, por mi parte, ya estaba atrasada para la reunión más importante desde que comenzamos el proyecto de la línea ecológica, un encuentro con los inversores principales, Bruno estaba más tenso que nunca, y eso ya era mucho decir.

Luego de convencerla de dejar el odioso animal de felpa y de que le hiciera una pésima coleta llegamos al edificio como si hubiéramos corrido una maratón, Sofía, con los cordones desatados y una mancha sospechosa y chocolatosa en su vestido tutu, yo, con la carpeta de presentación medio abierta, papeles saliéndose al borde de caer de ella y mi cabello un caor.

En el ascensor, traté de alisar mi blusa, peinarme con los dedos y tratar que el delineador de ojos quedara en mis ojos y no alrededor de ellos como un mapache, trate de tranquilizar a mi hija y de convencerme de que todo iba a estar bien.

Mentira, ni yo me lo creí.

—¿Hoy es el día importante? —preguntó Sofía, mirándome curiosa con sus enormes ojos grises.

—Sí, princesa. Hoy tenemos una reunión con personas que ayudan a que la empresa crezca. —Murmure acomodando el cuello de su camiseta.

—¿Como cuando riego mi planta?

—Más o menos —respondí, sonriendo un poco, mi hija entendía las cosas tan bien que a veces me sorprendía.

—¿Y si no les gusta lo que dices?

—Bueno, entonces tendremos que encontrar otra forma de convencerlos. —Ella se quedó pensativa, mordiéndose la punta del dedo, como siempre hacía cuando algo le daba vueltas en la cabeza.

Ese pequeño gesto, el mismo que hacía Bruno sin saberlo, y entendí que a veces los detalles más simples son los que más duelen.

La sala de juntas estaba llena cuando llegamos, Bruno ya estaba allí, de pie, impecable como siempre, con su traje oscuro perfectamente ajustado y el ceño fruncido mirando fijamente una de las carpetas que se usaron para la reunión, los inversores ocupaban sus sillas hablando entre ellos, haciendo comentarios mordaces.

«Lucía, sonríe natural, no mueca. Lucía, respira profundo, no hiperventiles. Lucía, tranquilízate y deja de sudar» Me repetía mientras me acomodaba en el rincón asignado para mi parte de la presentación.

Sofía, obediente como pocas veces, se quedó en el pasillo junto a la puerta, sentada con su mochila, sus crayones y un juguito que prometí que solo podía abrir si no lo lanzaba al suelo.

Comenzamos con la presentación, Bruno tomó la palabra y explicó los objetivos de la nueva línea, los materiales ecológicos, las proyecciones de venta, todo fluía con naturalidad y la frialdad que él sabía manejar tan bien, yo intervenía cada tanto para mostrar gráficos, ilustraciones, y conceptos visuales de la campaña.

Los inversores no parecían impresionados, asentían con la cabeza, sí, pero con una expresión de poker que dan ganas de gritarles: “¡Sonrían, o al menos fingen que les interesa!”

Y justo cuando uno de ellos, un tal Marco, levantó la mano para cuestionar la viabilidad de los materiales reutilizados y su impacto en el margen de ganancia sucedió lo impensado.

—¡Mamá, se me regó el jugo! —La voz de Sofía se escuchó por toda la sala de juntas en medio del silencio, mi estómago se encogió.

Giré la cabeza lentamente, mi hija estaba de pie en la entrada, con las manos llenas de jugo de mora, la expresión de horror en el rostro y el cartón aplastado en el suelo, chorreando púrpura sobre el mármol blanco.

El silencio fue absoluto.

Los inversores fruncieron el ceño, Bruno se quedó inmóvil, y yo, yo sentí cómo el alma abandonaba mi cuerpo.

—Lo siento —murmuré, avanzando hacia la puerta —¡Sofía, ven! Vamos a limpiarlo. —Pero antes de que pudiera siquiera tomarla de la mano, Marco, el inversor que había interrumpido antes, habló con un tono tan frío que me heló la sangre.

—¿Una niña en medio de una reunión tan importante? ¿Esto es una guardería ahora? —Me giré hacia él, con las mejillas ardiendo. Iba a responder, a disculparme, a prometer que no volvería a pasar cuando Bruno se adelantó.

—No, Marco. Esto es una empresa moderna, donde a veces los padres traen a sus hijos porque no tienen donde dejarlos, porque la vida no se detiene por una reunión y estoy seguro que un hijo es más importante. —Todos lo miramos con la boca entreabierta, especialmente yo, que aparte de sorprenderme me dejó sin palabras. —Además —continuó él, sin parpadear —no creo que un poco de jugo de mora arruine el mármol más de lo que ustedes están arruinando el ánimo de todos con su asquerosa actitud y sus preguntas sin sentido. Estoy seguro que esa niña hace preguntas más coherentes que ustedes.—Todo quedó en absoluto silencio, ni siquiera se escuchaba el ruido de los autos en el exterior.




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