Nunca imaginé que una persona pudiera instalarse en mi cabeza con la fuerza de un huracán sin siquiera haberlo planeado, desde el momento en que la vi en medio de la sala de juntas y cerca a ella una pequeña artista, algo se encendió dentro de mí, y no había manera de apagarlo.
La observaba desde el otro extremo de la sala, escondido detrás de papeles y presentaciones que, de repente, me parecían irrelevantes. Lucía, su nombre flotaba en mi mente como si siempre hubiera estado allí, aunque mi memoria me traicionara y me negara cualquier recuerdo concreto. Había algo en su manera de caminar, en cómo sus ojos buscaban el entorno con curiosidad y cautela, que me resultaba extrañamente familiar, aunque no podía ubicarlo.
Sofía permanecía a su lado, ese torbellino rubio que no dejaba de hacer preguntas ni de tocarlo todo, y de alguna manera, su presencia intensificaba todo lo que sentía. Era imposible no prestarle atención, mientras la veía corretear entre los escritorios, con su risa contagiosa que casi me desarmaba, no podía evitar notar cómo la pequeña me miraba de vez en cuando, como evaluando si yo era confiable, si podía ser su cómplice, o quizás algo más.
Me sentí ridículo al darme cuenta de que me preocupaba por eso, pero había algo en la mirada de Sofía que me obligaba a analizar cada gesto de Lucía como si cada detalle fuera un misterio que debía descifrar.
No podía entender por qué me sentía así, la observaba mientras hablaba con los diseñadores, sugiriendo cortes, colores, y todo en ella parecía tan natural, tan seguro y, al mismo tiempo, frágil, que no sabía si debía admirarla, protegerla o simplemente apartarme antes de sentir más. Sin embargo, cada vez que levantaba la vista, ahí estaba ella, con una pequeña sonrisa que podía ser desarmante y que me recordaba, sin razón aparente, a un momento lejano que no lograba traer del todo a la superficie. Mis dedos ese día se apretaron sobre la taza de café que ni siquiera había terminado; no podía permitir que pensara que me perdía en su mirada, tenía que mantener el control, aunque cada fibra de mi cuerpo gritara lo contrario.
Durante la reunión, mientras todos discutían la estrategia de la nueva línea, no podía dejar de mirar cómo Lucía explicaba algo de forma tan fluida y natural, ese día Sofía se acercó a mí, casi deslizándose entre las sillas, y me sujetó del brazo para mostrarme un dibujo que había hecho. No era la primera vez que lo hacía, pero esta vez su obra tenía un propósito diferente, una figura masculina que, de alguna manera, se parecía demasiado a mí según su inocente descripción. «Se parece a mi papá», dijo, y por un instante sentí que el mundo se detenía.
La miré sin poder responder, intentando contener una reacción que no debía tener frente a Lucía ni a Sofía. ¿Cómo podía sentir algo tan profundo por una niña que apenas conocía, y al mismo tiempo estar atrapado en la confusión de lo que Lucía representaba para mí?
A lo largo del día, no había espacio para la normalidad. Cada vez que Lucía se acercaba para mostrar un nuevo arte conceptual, revisar colores o simplemente hablar de forma casual, sentía que mi mente perdía el rumbo. Era como si cada palabra que decía tuviera una doble intención, aunque fuera simplemente profesional, me encontraba sobre analizando cada gesto, cada movimiento de sus manos, cada sonrisa que le dedicaba a Sofía y que, sorprendentemente, me incluía a mí de alguna manera.
No podía entender cómo podía estar tan confundido, y sin embargo, era incapaz de alejarme, era un ciclo interminable de observar, analizar, imaginar, sentir, confundir.
En uno de nuestros almuerzos, mientras comíamos con Sofía correteando entre las mesas, supe que algo dentro de mí había cambiado de manera irreversible. Lucía hablaba con entusiasmo de los planes de la empresa, de cómo quería que la línea de ropa tuviera impacto ecológico y, en ese momento, supe que no podía verla sólo como una diseñadora talentosa o una madre dedicada, ella era un desafío, una incógnita que mi mente no podía resolver, y mi corazón no quería que lo resolviera tan rápido.
Sofía hacía preguntas que dejaban a Lucía entre risas y explicaciones, y yo observaba, sintiéndome protector y, al mismo tiempo, sorprendido de lo rápido que me había involucrado emocionalmente.
Durante la práctica de pasarela, la tensión aumentó, Lucía estaba revisando el diseño y los últimos toques de nuestra publicidad, la que sería exhibida con la colección, Sofía, como siempre, corría de un lado a otro, maravillada por las luces, los vestidos y la música de la pasarela, y ahí estaba yo, viendo cómo Lucía se distraía, absorta en su mundo creativo, y no pude evitar notar cómo me afectaba, cada pequeño gesto suyo me hacía reaccionar de formas que no podía controlar.
Cuando la defendí por una pequeña travesura de Sofía, no fue sólo amabilidad, fue un reflejo de todo lo que sentía y de lo mucho que me importaba protegerlas a ambas, era irracional, lo sabía, pero nadie me había preparado para eso.
Regresando a mi oficina, mientras trabajaba en los informes, no podía dejar de pensar en ella. Su manera de hablar, de moverse, de mirar a Sofía, de reír, todo quedaba grabado en mi mente. Incluso en los momentos más triviales, como cuando observaba cómo Sofía mordía la punta de su dedo pensativa, un gesto que también yo tenía en secreto, sentí una conexión silenciosa y extraña, como si el universo me estuviera enviando señales que no lograba descifrar del todo.
En mi mente se repetía una y otra vez sus últimas palabras, “Sofia es” ¿Quería decir eso en realidad? ¿Por qué sentía que lo que me iba a decir era mucho más importante?