Dulce Secreto.

12.

No pensé que un grito mío pudiera romper el corazón de una pequeña dulce e inocente que me veía como un héroe, pero lo hizo.

Ese día estaba especialmente tenso, el ensayo de la pasarela era un completo desastre. Las modelos caminaban como si tuvieran los pies dormidos, los técnicos se equivocaban con las luces, y alguien “no tengo idea quién” cambió por accidente la música del desfile por una playlist de música urbana sin decoro, una música que definitivamente no iba con una línea de ropa ecológica inspirada en el viento, las montañas y la armonía con la naturaleza.

Quise arrancarme el pelo, no el mío, claro, el del idiota que programó esa porqueria.

Respiré profundamente una, dos, tres veces y me repetí que soy un profesional, que todo tiene solución, pero cuando vi a uno de los modelos entrar a escena con la chaqueta mal cerrada y las mangas arrugadas como si se hubiese peleado con una secadora, perdí el control.

—¡Basta! —grité con fuerza —¡Esto no es una jodida fiesta de la escuela, es un ensayo serio! ¿Qué parte de “Perfecto” no entienden? —Mi voz se escuchó por todo el estudio, sentí cómo todos se tensaban de inmediato, todos se detuvieron en seco cual estatuas.

Y en medio de mi ataque de ira, la vi, a ella, a Sofía.

Estaba de pie junto a una caja de telas, abrazando una libreta de dibujos contra su pecho, los ojitos abiertos como platos y la boquita temblando ,su expresión era una mezcla de miedo, sorpresa y decepción.

Mi corazón se detuvo por unos segundos, me sentí una basura.

Me acerqué de inmediato, dejando atrás modelos, telas, luces y todo el bendito ensayo. Ella retrocedió un paso, como si yo fuera un ogro acercándome, y eso me dolió más que cualquier otra cosa en mi vidal.

—Sofía… —intenté hablar con calma, arrodillándome a su altura —Pequeña, no era contigo, no quise asustarte. —Ella no dijo nada. Solo me miraba con esos ojos grandes, como si intentara entender por qué el señor que le había sonreído unas cuantas veces y la defendió, en ese momento rugía como un león enfurecido.

Lucía apareció a unos pasos atrás, mirándonos, pero no intervino, me observó como si me estuviera poniendo a prueba, como si quisiera saber qué tan capaz era de arreglar lo que había roto.

—¿Puedo contarte un secreto? —le dije a Sofía, bajando la voz. Ella dudó. Apretó más la libreta contra su pecho y frunció los labios, pero no se fue. —¿Sabes por qué gritan algunos monstruos? —le pregunté manteniendo mi voz suave para no terminar de asustarla.Ella negó con la cabeza.

—¿Por qué? —susurro tan bajo que apenas pude escuchar.

—Porque tienen miedo, mucho miedo, pero como no saben llorar, gritan. A veces creen que si hacen ruido, todo lo que los asusta se va, pero lo que no saben es que con cada grito asustan a quienes más quieren. —parpadeo un par de veces de forma lenta, la mueca en su boca cambió, aflojo un poco el agarre de la libreta.

—Yo conocí uno de esos monstruos —continué, sin pensar demasiado, solo dejando que todo fluyera —Era alto, con cara de enojón, vivía en una ciudad gris y no sabía lo que era reír de verdad, hasta que un día, una niña pequeña le hizo un dibujo y le dijo que se parecía a su papá, el monstruo no entendió nada, claro, los monstruos no entienden dibujos, pero esa niña, esa niña tenía una risa que hacía cosquillas en el aire y el monstruo, sin darse cuenta, empezó a reir. —Sofía me miró fijo.

—¿Se volvió bueno?

—Todavía no, le costaba —respondí, y la voz me tembló un poco —A veces, sin querer, rugía, pero cada vez que lo hacía, pensaba en esa niña, en su bonito dibujo, en sus preguntas raras, en cómo mordía la punta del dedo cuando pensaba y entonces, aunque no supiera cómo, el monstruo aprendía a pedir perdón. —Ella bajó la libreta lentamente.

—¿Ese monstruo eres tú? —Sonreí, no pude evitarlo.

—Tal vez. —Sofía me miró en silencio unos segundos más, y luego, como si la historia le hubiera dado permiso para perdonarme, se lanzó a abrazarme. Su cuerpecito se aferró a mi cuello de una manera tan cálida y que agradecí como si me hubieran dado una segunda oportunidad.

—No me gustan los gritos —dijo, amortiguando su voz contra mi camisa.

—A mí tampoco —susurré —No volverá a pasar, ¿vale? —Asintió.

Lucía se acercó al fin, arrodillándose junto a nosotros. Me miró sin decir nada, pero sus ojos hablaron por ella, no fue reproche lo que vi, fue alivio, quizá, incluso, algo parecido a respeto.

—Gracias —murmuró —Por entenderla.

—No fue ella quien necesitaba ser entendida —respondí sin pensar.

Nos quedamos allí unos segundos más, los tres en el suelo en medio de todo el desastre a nuestro alrededor.

Más tarde, cuando el ensayo terminó y las modelos volvieron a sus rutinas, Sofía me tomó de la mano mientras salíamos del estudio, me pidió que le contara otro cuento, inventé uno sobre un elefante que tenía miedo a las palomas. Se rió tanto que terminó con hipo.

Lucía la miraba desde atrás, no se porque, pero su rostro se vio completamente distinto en ese momento, pero de un momento a otro corrió hacia donde estábamos, tomó mi mano y la de Sofía y tomó aire profundo, no entendía qué pasaba.




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