Ya era tarde. La universidad estaba desierta, y mis hermanos y yo aún permanecíamos en la sala secreta de la biblioteca, buscando una forma de pasar el tiempo. Sin embargo, yo no podía concentrarme en nada. Mi mente estaba atrapada en ella, en lo que había sucedido esta mañana. Su presencia, ese algo inexplicable que me alteraba profundamente.
—Voy a dar una vuelta por el lugar —informé, levantándome del sofá de cuero gris en el que estaba. Mis tres hermanos me miraron de inmediato, como si hubiera anunciado que iba a cazar a alguien.
—Ten cuidado —dijo Randi, con un tono serio y firme, lo que me hizo suspirar pesadamente. Ignoré su advertencia.
Ellos tenían esa mala costumbre de sobre-protegerme. Creían que era demasiado sensible, que cualquier cosa podría dañarme, todo por culpa de mamá. Ella siempre me había tratado como si fuera un niño, independientemente de la edad que tuviera. A veces, su sobreprotección me incomodaba, pero sabía que lo hacían porque me querían. Sin embargo, hoy no estaba de humor para escuchar sus consejos.
—Aja —respondí sin muchas ganas, dirigiéndome hacia la salida. Caminé por los pasillos de la enorme biblioteca, disfrutando del silencioso ambiente que reinaba en el lugar. Me perdí entre los estantes llenos de libros, observando la forma meticulosa en la que estaban organizados. Los encargados de la biblioteca se aseguraban de que todo estuviera en orden, con un inventario actualizado cada invierno.
De repente, un sonido que no había anticipado irrumpió en mi mente, seguido por un aroma que me hizo detener en seco. Ese olor dulce, inconfundible... su olor. Era la fragancia que emitía su sangre, y me hizo tensar todo el cuerpo. No sabía si era un instinto, un deseo o solo la presión de la situación, pero mi cuerpo se movió por su cuenta, encaminándome hacia el origen de la fragancia.
Al girar la esquina, la vi: caída junto a una escalera, con una herida en la pierna, de donde emanaba ese aroma. Me detuve, cauteloso, intentando controlar la necesidad urgente de acercarme y devorarla.
—¿Estás bien? —pregunté, con la voz baja, casi un susurro. Usé todo mi autocontrol para no ser brusco o, peor aún, dañarla sin querer. Ella no me miró de inmediato. En lugar de eso, estaba tratando de cubrir su herida con la manga de su camisa gris.
—Creo que sí, gracias, Reffirshon —respondió, sin levantar la mirada, mientras continuaba con el torpe intento de tratarse la pierna. Algo en su tono me hizo notar que, de alguna manera, nos reconocía. Me sentí incómodo, como si hubiera dejado escapar algo importante.
—¿Cómo te caíste? —pregunté, acercándome con cautela, sin querer invadir su espacio personal. Observé sus movimientos, medía cada paso, como si temiera que mi cercanía pudiera hacerla más vulnerable de lo que ya estaba.
—Quería tomar un libro... —me miró por fin, y sus ojos grises, al no estar cubiertos por los lentes, parecían más brillantes, como si pudieran atravesar cualquier fachada que yo pudiera levantar. Sus palabras fueron entrecortadas—. No alcanzaba, así que traté con la escalera, pero parece que la coloqué mal y me caí... —continuó, su voz se tornó más suave, más vulnerable. Me sorprendió la calma con la que hablaba, a pesar del dolor que parecía estar sintiendo. Luego, me sonrió, tratando de ocultar la incomodidad—. Estoy bien —agregó, como si realmente intentara convencerse a sí misma.
—Te ayudo —le ofrecí, estirando mi mano hacia ella, una sonrisa pequeña y sincera en mis labios. Cuando la tocó, una corriente eléctrica pareció recorrer mi cuerpo, erizando mi piel. Fue como un choque de energía que me hizo quedarme paralizado un momento. Ella retiró su mano rápidamente, poniéndola contra su pecho, y aunque no dijo nada, sentí que ambos habíamos experimentado lo mismo.
—Gra... gracias, pero puedo sola —dijo, levantándose con la ayuda de la estantería. Parecía estar luchando contra sus emociones y la incomodidad, aunque su rostro seguía siendo una mezcla entre el dolor y la gratitud.
Su búsqueda de los lentes rotos me hizo pensar en lo que podría significar para ella ese pequeño objeto. Vi como se agachaba y recogía los fragmentos con una delicadeza inesperada, un suspiro escapando de sus labios.
—No... no, no... —se quejó, mirando los lentes rotos con una mezcla de frustración y tristeza. Sus ojos, esos ojos tan llenos de vida y de expresiones, brillaban con una tormenta de emociones que no comprendía por completo.
Mi instinto de protector me hizo acercarme más, sin poder evitarlo.
—No llores —le pedí, suavemente. Al verla cerrar los ojos y permitir que las lágrimas cayeran, algo dentro de mi se aceleró. La vi de una manera completamente nueva, como si su vulnerabilidad me hablara de una parte de ella que no había notado antes. Toqué su mejilla con el dedo, limpiando las lágrimas, y fue un gesto que me pareció tan... humano.
Tan dolorosamente humano.
—Oh, maldición, tienes fugaz —dije, preocupado, tocando su mejilla con delicadeza. Sus orbes grises chocaron con los míos, y en ese instante, sentí una conexión inexplicable. Como si las palabras y los gestos ya no fueran necesarios entre nosotros. Me vi reflejado en sus ojos, y algo en mi pecho se apretó. No sabía qué era, pero no me gustaba.
Me agaché un poco más, con la promesa de reparar sus lentes si ella me lo permitía. Podía ver la indecisión en su rostro, pero al final, sonrió tímidamente.
—¿Harías eso por mí? —preguntó, su voz casi un susurro, pero lo suficientemente fuerte como para desarmarme. La miré a los ojos y asentí, sin pensarlo.
—Puedes pedirme lo que sea, y lo cumpliré sin importar qué —le dije con sinceridad, mi voz resonando con una determinación que me sorprendió incluso a mí.
Ella me miró con algo de sorpresa y, tal vez, un poco de duda, pero luego bajó la mirada, observando mis labios por un momento, antes de subir la vista a mis ojos.
—Son muy bonitos... —dijo, inconscientemente, y se sonrojó de inmediato. Me hizo sonreír, y aunque trató de apartar la mirada, su rostro aún reflejaba la timidez que se apoderaba de ella en esos momentos.