— Cuatro Años Atrás —
(Parte Uno)
—¿Por qué usas esos lentes si no son de aumento, tía? —le pregunté, extrañada, mirándola. Tenía 16 años y, desde que tengo memoria, ella los ha usado. Esos simples y viejos lentes azules cuadrados, que solo necesitan un ajuste en los tornillos o un cambio de cristal cada cierto tiempo. Ella sonrió suavemente y apartó el libro que leía, como si lo que estaba por decir fuera algo importante.
—Son especiales —respondió con una sonrisa cómplice. Me senté a su lado, sin entender del todo.
—¿Especiales? Tía, solo son lentes viejos —le dije, mirándola sin comprender su reacción.
Ella suspiró y, con un brillo melancólico en los ojos, contestó:
—Eran de mi difunto esposo.
Sentí cómo un nudo se formaba en mi garganta. Sabía que ella casi nunca hablaba de él, pero el simple hecho de que lo mencionara me hizo sentir incómoda, no sabía qué decir. No quería hacerla recordar cosas dolorosas.
—El tío Hernad —murmuré en voz baja, casi temerosa, sin dejar de mirarla. Ella asintió lentamente, quitándose los lentes, y sus ojos se perdieron en ellos, como si estuviera buscando respuestas en ese par de cristales.
—Para él fueron especiales, porque eran de su abuelo —dijo con voz quebrada, como si una parte de su alma se dejara ver. Y luego continuó—. El abuelo se los dio antes de que su familia lo echara de su casa, solo por estar conmigo. O, como me llamaban ellos, "una humana".
Su risa fue amarga, sin alegría alguna. La forma en que hablaba de su pasado me hizo sentir una mezcla de tristeza y rabia, pero me quedé en silencio, esperando que siguiera.
—¿Cómo murió mi tío? —pregunté con cautela, sin querer incomodarla, pero las palabras salieron de mis labios sin poder detenerlas. Ella me miró, y por un instante, no supe si me había oído.
—Lo mataron… con una daga en su pecho —respondió, su voz apagada, mirando los lentes que aún sostenía entre sus manos. Su mirada parecía perdida, atrapada en recuerdos que no quería revivir.
Me estremecí al escuchar esas palabras, el dolor era palpable en su voz, y no pude evitar pensar en todo lo que había tenido que soportar. Mi tía dejó de mirar los lentes por un momento y me observó a los ojos, como si quisiera transmitirme algo importante.
—Si llega a pasarme algo, quiero que tú los conserves —dijo con una seguridad que me inquietó. Sentí un estremecimiento en mi interior, como si, en ese instante, las palabras que pronunciaba estuvieran cargadas de algo más. La miré aterrada, como si temiera que sus palabras tuvieran un peso mucho mayor del que estaba dispuesta a cargar.
—Nada te pasará, llegarás a los trescientos años, tía Monica —dije con una sonrisa forzada, intentando calmarla, aunque la ansiedad me devoraba por dentro. Ella rio débilmente, y negó con la cabeza.
—Nadie vive para siempre, amor, ni Hernad lo hizo, siendo lo que era… —murmuró, como si sus palabras fueran dirigidas más a ella misma que a mí. No entendí a qué se refería, pero no me atreví a preguntar. No quería invadir su dolor. Ella negó con la cabeza, y me miró con una intensidad que me hizo sentir incómoda.
—Solo quiero que los conserves tú, solo tú. Y los cuides mucho, pase lo que pase —dijo con firmeza, pero con una sombra de tristeza en sus ojos. Asentí, aunque el nudo en mi pecho crecía, y me sentí insegura de prometer algo que no podía asegurar.
—Pase lo que pase, aunque no te ocurrirá nada —dije con más seguridad de la que realmente sentía, tratando de darme fuerzas a mí misma. Ella me besó la frente con ternura, y se levantó del sofá, tomando su libro con una leve sonrisa que no lograba ocultar la preocupación en sus ojos. Asintió, pero no parecía completamente convencida, y se alejó sin decir más.
Me quedé allí, sola, con una sensación extraña en el aire. Negué, como si quisiera restarle importancia, pero no pude evitar pensar en lo que me había dicho. Me dejé caer de nuevo en el sofá, estirando las piernas sobre el reposabrazos, sin poder dejar de darle vueltas a todo lo que acababa de escuchar. Saqué mi teléfono y comencé a jugar "Candy Crush", como una forma de distraerme, pero la angustia seguía ahí, apretándome el pecho.
No pude quitarme la sensación de que algo estaba por cambiar, y lo peor era que no podía hacer nada para evitarlo.
(...)
Ya era de noche. Mi tía había salido a buscar algo para cenar alrededor de las cinco de la tarde. Como cada fin de semana, me quedaba con ella porque mi padre estaba de viaje de negocios en Suecia. Aunque no me molestaba, la casa se sentía más vacía sin él, y, en este caso, sin mi tía.
Ya se habían hecho las once de la noche, y ella no regresaba. La preocupación comenzó a apoderarse de mí, arrastrándome de un lado a otro por la sala. Miraba por la ventana, intentando ver su coche, su figura. Pero la calle permanecía desierta, sumida en la penumbra. No podía evitar preguntarme qué había pasado, por qué no volvía, si se había retrasado por alguna razón o si había algo que la retenía fuera. El temor comenzó a filtrarse entre mis pensamientos, creciendo como una sombra espesa que no me dejaba pensar con claridad.
El teléfono de la casa sonó, haciendo eco en las paredes vacías. Mi corazón dio un brinco al escuchar el sonido tan inesperado en la quietud de la casa. Corrí hacia el teléfono, el miedo marcando mis pasos, y lo tomé rápidamente sin pensarlo. La espera había sido insoportable, y ahora que alguien finalmente llamaba, sentía que al fin podría tener respuestas.
—¿Tía? ¿Dónde estás? Tengo hambre —mi voz salió atropellada, llena de ansiedad, sin siquiera pensar en cómo sonaba. El miedo ya se había instalado en mi garganta, haciendo que las palabras salieran con dificultad.
Una voz masculina respondió al otro lado de la línea, haciendo que el nudo en mi estómago se apretara aún más.
—¿Es la casa de Monica Fanderfort? —preguntó el hombre, con un tono serio y algo frío.