Dulce Tentación

~ Capítulo 7 / Ashly ~

— Cuatro Años Atrás —
(Parte Dos)

El reloj de pared hacía eco en la comisaría. El tictac resonaba fuerte en mis oídos, como si el tiempo me estuviera apremiando, y sin embargo, en ese momento, el tiempo parecía moverse demasiado lento, demasiado denso, como si el universo quisiera alargar cada segundo que pasaba, torturándome más y más. A las dos y media de la madrugada, me encontraba sentada sobre una silla dura, rodeada de paredes frías y un aire helado que no dejaba de calarme hasta los huesos. Mis manos temblaban, sin control, y mi cuerpo entero parecía haber perdido su fuerza. No podía moverme con normalidad, como si todo en mi ser se hubiera ido agotando poco a poco. La sala estaba vacía, pero el silencio era insoportable. Cada suspiro que dejaba escapar parecía amplificarse, como un eco dentro de mi mente. Estaba esperando, esperando a que alguien me dijera que ya era el momento, que me llevarían a la morgue. ¿Por qué no llegaba? ¿Qué estaba esperando? Las palabras del policía seguían rebotando en mi cabeza: "Lamentamos su pérdida." No podía entenderlas, no podía asimilarlas. No podía imaginar que el mundo que conocía pudiera haber cambiado de esa manera, tan brutal, tan repentina.

Mi mente no dejaba de dar vueltas. Aunque me dijeron que el cuerpo estaba irreconocible, que mi tía había sufrido heridas horribles, cortes y golpes, la esperanza, tan frágil como una tela de araña, seguía resistiéndose en mi corazón. Había algo dentro de mí que se aferraba a la idea de que podría no ser ella, que tal vez todo esto era un error, que ella simplemente se había perdido en algún lugar, que en algún momento ella llegaría por la puerta y me abrazaría como siempre lo hacía. Pero la otra parte de mí sabía, en lo más profundo, que esto no era una mentira, que lo que me estaban diciendo era la fría realidad. Aún así, no quería creerlo, no quería aceptarlo.

Entonces, la voz de la oficial cortó mis pensamientos, tan repentinamente que casi me hizo saltar del asiento.

—Por aquí —me dijo, sin demasiada emoción, como si hubiera sido entrenada para no mostrar ningún tipo de compasión.

La seguí sin saber muy bien si mis piernas aún podían sostenerme. Todo a mi alrededor parecía distorsionado, como si estuviera caminando a través de una niebla espesa, y cada paso me acercaba más a un abismo del cual no quería salir. Mis ojos no veían más allá de la figura de la oficial, guiándome en un silencio absoluto. Cada paso que daba era un peso más en mi pecho, como si las paredes mismas de la comisaría quisieran aplastarme. Mis manos seguían temblando, y sentí una sensación extraña de desconexión, como si mi cuerpo y mi mente ya no estuvieran en sintonía.

Llegamos frente a una mesa, dentro de la morgue. La luz fría iluminaba todo a nuestro alrededor, dándole un tono gris a las paredes, haciendo que la sensación de frío se intensificara. Vi cómo la oficial se detuvo frente a una de las mesas, y en un movimiento mecánico, comenzó a retirar la sábana que cubría el cuerpo. Todo en mí quería gritar, quería detenerla, pero no podía. Estaba atrapada, atrapada en una sensación de horror que no podía controlar. El miedo se apoderó de mí, y un sudor frío recorrió mi espalda, empapando mi camisa.

Cuando la sábana fue retirada por completo, mis ojos se encontraron con algo que no podía procesar. Un golpe a mi alma, un golpe tan violento que sentí que mi cuerpo no iba a resistirlo. El rostro frente a mí era irreconocible. Los ojos de mi tía ya no estaban allí, sus párpados estaban vacíos, hundidos por la ausencia de lo que alguna vez les dio vida. Su piel estaba morada, cubierta de marcas y golpes, y en su mejilla, como si fuera una firma macabra, había cortes profundos que formaban la palabra "puta". El horror se apoderó de mí por completo, el aire desapareció de mis pulmones, y mi garganta se cerró. Un grito salió de mi boca, incontrolable, desgarrador. Fue un grito tan profundo, tan lleno de dolor, que sentí que la tierra se desmoronaba bajo mis pies. Mi cuerpo cayó al suelo frío de la morgue como si hubiera sido derrotado por la fuerza de la verdad. Me desplomé sin fuerzas, sin aliento, sintiendo cómo mi corazón se detenía momentáneamente en ese golpe brutal de realidad.

No podía creer lo que veía. La persona que más amaba en este mundo, mi tía, ya no estaba. Ella estaba allí, muerta, tan cruelmente destruida, y yo no podía hacer nada para salvarla, nada para devolverle la vida. Me quedé allí, tirada en el suelo, mientras las lágrimas comenzaban a caer sin parar, como un torrente imparable que arrasaba todo a su paso. Mis gritos se mezclaban con el llanto, un llanto incontrolable, profundo, tan lleno de desesperación que sentí que el aire ya no llegaba a mis pulmones. El vacío que sentí en ese momento era tan inmenso que me asustaba pensar que nunca podría llenarlo.

La oficial se acercó a mí, y aunque su voz era suave, su presencia no hacía que el dolor se aliviara. Me tocó la espalda de manera mecánica, casi como un gesto automático, como si intentara consolarme sin saber cómo hacerlo.

—Lamento tu pérdida —dijo, pero sus palabras eran vacías. No había consuelo en ellas, no podía encontrar consuelo en nada.

Negué con la cabeza, sin poder decir una sola palabra. Mi mente seguía en blanco, mi cuerpo estaba como paralizado. Solo quería desaparecer, desaparecer de ese lugar, de esa realidad. Cerré los ojos, pero las imágenes de su rostro, de su cuerpo destrozado, seguían presentes en mis pensamientos, como una sombra oscura que me perseguía sin descanso.

—¿Los lentes? —murmuré, mi voz apenas un susurro, casi inaudible. Miré a la oficial desde el suelo, mis ojos rojos y doloridos. —¿Dónde están las pertenencias de mi tía? Necesito sus lentes... Prometí que los conservaría. —Mis palabras fueron un ruego desesperado, una súplica que salía de mi corazón roto.

La oficial me miró con lástima, y eso solo aumentó la sensación de desdén que sentía por ella. ¿Por qué me miraban así? ¿Por qué todo el mundo parecía tratarme como si mi dolor fuera solo una pequeña parte de algo más grande que no comprendían? Me ayudó a levantarme y, sin decir una palabra más, me condujo hasta la recepción. Allí, me entregó las pertenencias de mi tía, como si fueran objetos comunes, como si nada hubiera cambiado. Me extendió la cartera de mi tía, y dentro de ella había todo: dinero, chapas de oro, una cadena de plata dorada, su anillo de compromiso y boda con cristales originales que valían una fortuna. Todo estaba allí, intacto, pero no me importaba. Lo único que realmente me importaba en ese momento eran los malditos lentes azules.




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