— Presente —
Lloraba, sollozando de manera que ni siquiera mi garganta podía soportarlo. Los recuerdos, esos malditos recuerdos, llegaban a mi mente como una ola brutal, arrasando con todo a su paso. No podía escapar de ellos, no podía dejar de revivir esa imagen, esa imagen tan aterradora, tan grotesca de mi tía. Cada vez que cerraba los ojos, veía su rostro mutilado, las marcas de los cortes en su piel, esas heridas crueles que formaban palabras denigrantes sobre ella. La idea de que alguien pudiera hacerle algo tan horrible a una mujer que me había dado tanto amor, una mujer que había sido como una segunda madre para mí, era algo tan profundamente devastador que me dejaba sin aliento. El dolor no solo era físico, era emocional, psicológico, y sentía como si me estuviera desmoronando por dentro, una y otra vez, como un edificio viejo que se cae con el paso del tiempo.
La incineramos. Esa fue la única manera de darle paz, de despedirla sin que nadie tuviera que verla en ese estado tan humillante. Su cuerpo estaba destrozado, irreconocible, y las heridas que le habían hecho eran tan profundas, tan violentas, que me negaba a permitir que su imagen fuera vista por los ojos de cualquiera. No quería que el mundo viera lo que le hicieron, no quería que se quedaran con esa imagen de ella, marcada y mutilada. No, no lo permitiría. Y, sin embargo, esa imagen seguía presente en mi mente, acechándome en cada rincón de mi conciencia, no importaba cuántos años pasaran, no importaba cuán lejos tratara de huir de ella.
Ahora, con veinte años, a pesar de todo el tiempo que había pasado desde ese día, mi mente seguía aferrándose a esa imagen tan vívida. La veía como si fuera una película proyectándose una y otra vez, sin poder detenerla. No importaba cuántos intentos hiciera para borrar esa visión, para deshacerme de ella. Cada vez que pensaba que podría dejarla atrás, ella volvía a mí, más nítida, más dolorosa que nunca. Vi a mi tía, mi tía querida, allí, con los ojos vacíos, con el rostro desfigurado, como si hubiera sido una víctima más de algo mucho más grande que ella misma. Y aún no podía entender por qué. ¿Por qué hicieron eso? ¿Por qué la dañaron de esa manera tan horrible, tan salvaje? No tenía sentido. No podía encontrar una respuesta lógica, un porqué que pudiera calmar la tormenta dentro de mi cabeza.
¿Qué ganaban con hacerle eso? ¿Por qué no robaron sus pertenencias de valor si todo eso había sido un simple acto de violencia sin justificación? Ella no tenía enemigos, no tenía deudas, no tenía motivos para que alguien quisiera hacerle daño. Todo parecía tan estúpido, tan irracional. La pregunta, la única pregunta que me atormentaba noche tras noche, seguía sin respuesta: ¿por qué?
Y lo peor de todo, lo más doloroso, fue que el caso se cerró. Fue un cierre abrupto, como si todo fuera un mal sueño que nadie quería recordar. El expediente se cerró por falta de evidencias, por falta de pistas, y ningún sospechoso apareció. Nadie pagó por lo que le hicieron. Nadie rindió cuentas por lo que le hicieron a ella. ¿Cómo podía ser eso posible? ¿Cómo podía el sistema, el mismo que se suponía que debía protegernos, dejar que algo tan horrendo quedara impune? Eso me desmoronó aún más. Ese vacío, esa sensación de impotencia, era todo lo que me quedaba. Y no podía hacer nada al respecto. Nada.
Entonces, los lentes. Esos malditos lentes que usaba para leer, esos lentes que, en medio de todo ese caos, se convirtieron en un símbolo. Un símbolo que se pegó a mi alma, como si fueran lo único que pudiera quedarme de ella. Ya no me importaba nada más, nada más tenía valor para mí en ese momento, ni siquiera la resistencia que había tratado de mantener contra mis acosadores. Ni siquiera eso me importaba. Lo único que me importaba era ese objeto tan insignificante para el mundo, pero tan significativo para mí.
Por eso dejé que Rasher se los llevara. En ese momento, todo me daba igual. Mi vida, mis sentimientos, mis recuerdos, todo parecía un conjunto de piezas rotas que ya no podían encajar. Solo quería esos lentes, esos feos lentes sin aumento que ella usaba. Eran todo lo que me quedaba de ella. Y si ellos podían arreglarlos, si ellos podían restaurarlos, entonces no me importaba lo que tuviera que hacer para obtenerlos.
Salí de la biblioteca sin mirar atrás, sin detenerme a pensar en nada. Mi departamento quedaba cerca de la universidad, y el camino hasta allí era siempre el mismo, pero hoy se sentía diferente. Cada paso que daba hacia allí me alejaba más de la normalidad, me alejaba más de la persona que había sido antes de ese día. Trataba de no pensar en ese día, en ese desastroso día que cambió mi vida para siempre. Pero era imposible. Era como si esa fecha estuviera grabada en mi piel, como si todo lo que hacía en mi vida estuviera siendo definido por ese momento. Ese día, mi existencia se quebró, se rompió como un espejo que cae al suelo, y no había forma de juntar los pedazos.
Pensé que el lazo que aún me unía a mi padre, ese lazo que intentaba mantenerme en pie, también se había extinguido. Como una llama que se apaga por el viento, ese vínculo, ese pequeño destello de esperanza, se desvaneció. Mi padre, quien siempre había sido la figura que me mantenía fuerte, se volvió distante, ausente, y con él, mi mundo también. La distancia entre nosotros era cada vez más grande, y aunque trataba de llenar ese vacío con mis estudios, con mis rutinas diarias, nada parecía suficiente. Cada día se hacía más difícil. La relación que una vez tuvimos se desmoronaba, y no sabía si alguna vez podría recuperarla. Sentía que ya no había nada que pudiera hacer para salvarlo.
Y así, con esos pensamientos, llegué a mi departamento. Puse la llave en la puerta, pero al girarla, me detuve por un momento, sintiendo el peso de todo lo que había vivido, el peso de todo lo que había perdido. Miré hacia atrás, buscando algún indicio de esperanza, algún rayo de luz que pudiera iluminar este abismo en el que me encontraba. Pero solo encontré oscuridad, y con ella, me adentré en mi hogar, buscando consuelo en el silencio de las paredes. Pero no lo encontré.