Caminaba por los pasillos, bufando y maldiciendo entre dientes, como si la frustración pudiera desahogarse con cada palabra que murmuraba. No importaba cuántos días pasaran, seguía atrapada en la misma maldita espiral de pensamientos. Mi mente estaba llena de un caos constante. Hace una semana y media, mi vida cambió por completo. Descubrí que la persona que había mandado matar a mi tía no era otro que la familia de su esposo. Y lo peor de todo: los Riffirshon, esa familia que siempre había estado allí, en la misma universidad, estaban conectados con los Fanderfort, a través de una relación mucho más cercana de lo que me habría imaginado.
Karol fue mi cómplice en todo esto. Gracias a ella, descubrí que los Riffirshon no solo estaban relacionados con los Fanderfort, sino que el tatarabuelo de estos malditos Riffirshon había sido el dueño de los malditos lentes que ahora tenía en mis manos. Lo descubrí accidentalmente, revisando unas viejas fotos en los archivos históricos de la universidad. Fotos aparentemente inofensivas que, sin embargo, me dieron la peor noticia de mi vida. Me había estado mirando todos esos días, preguntándome qué me mantenía unida a este lugar, cuando en realidad, lo único que me hacía quedarme era la rabia que sentía al saber que un pariente de esta gente había estado involucrado en el asesinato de mi tía. Y la idea de que tal vez toda esa familia estuviera metida hasta el cuello en esto, me desbordaba. Cada vez que miraba esos lentes, un nudo se me formaba en el estómago. Estaba atrapada entre querer vengarme y no saber cómo hacerlo.
Estaba tan perdida en mis pensamientos, tan absorbida por mi propia rabia, que ni siquiera noté que estaba caminando a paso firme, pero sin rumbo. Fue solo cuando sentí el golpe, fuerte y seco, que caí al suelo. Todo lo que llevaba en las manos voló por los aires.
Me levanté de un salto, con el rostro rojo por el enojo, y miré hacia arriba. Frente a mí, había un chico. Era... atractivo, pero no tenía tiempo para esas tonterías.
-¡Fíjate por donde vas! -gruñó, mientras me miraba con una mezcla de irritación y sorpresa, extendiéndome la mano como si todo fuera tan simple.
Lo miré mal, frunciendo el ceño, y ni siquiera tomé su mano. No estaba de humor para un buen gesto.
-No es mi culpa que tengas los ojos en el culo, imbécil -me quejé, con una indiferencia que podría haber sido un poco más amable si no fuera porque no tenía ni la más mínima paciencia para tratar con personas estúpidas.
El chico soltó una risa sin gracia, como si mis palabras no le importaran lo más mínimo.
-Humana, tenías que ser -dijo, apretando los puños. Y esa palabra, "humana", me hizo hervir la sangre.
Era un término que siempre me había perseguido. La gente siempre me lo decía como si fuera una maldición, una condena. Como si ser humana fuera una tara, una forma de ser menos que los demás. Y cada vez que alguien me lo decía, recordaba a mi tía. Recordaba lo que me habían hecho. No podía soportarlo más. Me levanté del suelo con furia, sin darle importancia si la situación pedía moderación o no. No iba a quedarme callada.
Sin pensarlo, le di una bofetada. La sensación de su rostro bajo mi mano fue casi liberadora, pero solo por un segundo. La expresión en su cara cambió drásticamente, como si no pudiera creer lo que acababa de pasar. Su rostro, que antes era una máscara de indiferencia, ahora mostraba un desconcierto que no me provocó compasión alguna.
-Si vas a dirigirte a alguien, evita darles calificativos malditamente mundanos y tontos -le dije, con la mandíbula apretada. Sentía que las palabras salían de mi boca con el mismo peso que la rabia que cargaba en mi pecho.
Lo miré fijamente, como si con cada mirada pudiera transmitirle toda la frustración que llevaba dentro. Sin quererlo, me vi señalando con el dedo, los lentes en mi mano casi como si fueran una amenaza. Me acerqué un poco más a él, y no dejé que me viera titubear ni un segundo.
-"Humana"... Si supieras lo que significa esa maldita palabra en mi vida -le escupí, con cada sílaba cargada de desprecio. Lo golpeé con el dedo en el pecho, como si pudiera atravesar su arrogancia con mi ira. -Zorra, básica, maldita... ¡Hasta puta hubiese estado mucho mejor! -seguí, irónica y furiosa, sin pensar en lo que decía, solo dejándome llevar por el enojo. -¿"Humana"? ¿Qué te crees, un extraterrestre? ¿Tarzán? -le lancé la última pregunta con sarcasmo, esperando que no tuviera la osadía de contestar.
Él gruñó, mostrando los dientes, como si fuera a atacarme en cualquier momento. Pero no me importó. No estaba intimidada.
-¿Ahora perro? -le pregunté, rodando los ojos con cansancio. Me sentía agotada de tantas emociones encontradas. No quería perder más tiempo con él, pero no podía callarme. No ahora.
Maldita sea la hora en que se me ocurrió entrar a esta universidad. Este lugar estaba plagado de gente que no tenía ni idea de lo que era respetar a los demás, mucho menos de lo que era tratar a alguien con dignidad.
Recogí mis cosas del suelo con movimientos rápidos, sin darle la oportunidad de decirme nada más. Lo dejé atrás, pasándolo por alto con desdén.
-Maldito perro estúpido -murmuré, mientras caminaba alejándome de él. Pero por dentro, mis pensamientos no paraban de atormentarme. Este lugar, esta gente, los recuerdos... todo seguía allí, acechándome. Todo era tan diferente de lo que había imaginado.
La rabia me seguía quemando, y aunque había descargado un poco de mi enojo con ese chico, sabía que no terminaría hasta que encontrara la manera de hacer justicia, de vengar a mi tía, de desvelar todos los secretos oscuros que se escondían en este maldito lugar. Y, aunque no quería reconocerlo, la universidad ya no era solo un campo de batalla académica, era el escenario donde todo lo que me importaba se jugaba en silencio.