Llegué rápidamente a mi pequeño departamento, un refugio que había comenzado a llamar hogar desde que me mudé a la ciudad. El edificio estaba alejado del bullicio del centro, pero aún así, el tráfico cercano se filtraba de manera incesante, creando una vibración constante que no lograba molestarme. Apenas entré, el peso de la jornada me golpeó. Estaba agotada, no solo físicamente, sino también mentalmente. Había pasado todo el día entre clases, recados y pensamientos dispersos sobre cosas que no quería afrontar. Pero el alivio de estar en mi espacio personal, donde podía cerrar la puerta al mundo, era inmediato.
Dejé mi bolso sobre el sofá cerca de la entrada, y con un suspiro, fui directo a mi cuarto en busca de las llaves de mi moto, estacionada en el sótano del edificio. La moto siempre había sido mi refugio, el único lugar donde encontraba un respiro genuino, una especie de libertad que ni el estudio ni las responsabilidades me ofrecían.
Con rapidez me quité las sandalias y, tras encontrar las llaves, me las guardé en el bolsillo de mis jeans. Me puse una chaqueta de mezclilla sobre la camisa blanca que llevaba puesta y, aunque la lluvia caía tímidamente fuera, mis tenis blancos eran la opción más cómoda para lo que tenía en mente: alejarme por un rato de todo, simplemente huir. No hacia nada dramático, solo hacia la tranquilidad de un paseo nocturno, un lugar donde no había preguntas, ni presiones.
Bajé las escaleras del edificio, mi mente divagando entre pensamientos que no tenían forma. A medida que me acercaba al estacionamiento subterráneo, el aire se volvía más frío, y la humedad del concreto y el metal del garaje se hacía notar. A medida que caminaba hacia el fondo, el olor característico del lugar me envolvía, un aroma que solía asociar con el momento de entrar en mi propio mundo. A lo lejos, vi la carpa negra que cubría mi moto, estacionada junto a algunos de los autos de los residentes. Sabía que nadie la movería.
Me acerqué y, con gesto decidido, quité la carpa que la cubría. El brillo de la moto azul me hizo sonreír. Era un regalo de mi padre, un obsequio que me había dado el año pasado, en uno de sus intentos de acercarse más a mí. Aunque nunca le agradecí como él esperaba, este era mi modo de tener algo de él cerca. Los detalles estaban grabados en el costado de la moto: el nombre de mi padre, en letras elegantes y sencillas, casi invisibles a la luz del día. También había detalles en oro en el manillar, un toque elegante que no había podido evitar darle un pequeño gesto de cariño.
Me subí a la moto con destreza, acomodando los pies sobre los pedales. Inserté la llave, escuchando el sonido familiar del motor al arrancar, esa vibración que me recorría el cuerpo con cada giro del encendido. Mi pulso se aceleró ligeramente. Llevaba días sin montar, y no podía evitar la sensación de regresar a un viejo amigo. El rugir del motor fue como una explosión en mis oídos, llena de vida y promesas de libertad. Un escalofrío recorrió mi espalda mientras colocaba los pies sobre los pedales y me preparaba para salir.
Con un suave movimiento, retiré la pata de seguridad y, de un tirón, arranqué. La moto respondió con un rugido profundo y elegante, como si despertara de un largo sueño. Aceleré, notando cómo el viento comenzó a golpearme el rostro, llevándome con él. Cada curva, cada frenada, se volvía más natural, como si todo lo que había estado esperando, todo lo que había estado buscando, estuviera siendo entregado en ese preciso momento.
La sensación de velocidad y libertad era embriagadora, y mis pensamientos comenzaron a desvanecerse lentamente. Las calles de la ciudad pasaban fugazmente a un lado mientras aceleraba hacia un camino más tranquilo, uno que me dirigía hacia el bosque cercano. Este sendero, menos conocido y menos transitado, siempre había sido mi ruta predilecta. Nadie más lo tomaba. Era mío, solo mío. Aquí no había coches ni ruidos molestos, solo árboles que se alzaban altos, como gigantes, a cada lado. Un lugar lleno de sombra y silencio, un remanso de paz en medio de la agitación.
Poco a poco, el paisaje se fue tornando más sombrío, el verde intenso de los árboles fue abriéndose a un tono más oscuro mientras avanzaba. Me metí más adentro del bosque, escuchando el crujir de las hojas bajo las ruedas y el sonido del motor en contraste con la serenidad del entorno. La atmósfera aquí era diferente, como si el aire mismo estuviera cargado de algo más, algo que no podía nombrar. Estaba en un espacio donde el tiempo se sentía suspendido. Nadie, nada, podría alcanzarme.
Miré hacia atrás y me di cuenta de lo lejos que estaba ya del mundo exterior. Ningún coche, ninguna persona, ni siquiera la ciudad parecían existir allí. Solo estaba yo, mi moto y el rugido del viento que me envolvía, empujándome a seguir adelante. Miré al frente, donde el camino parecía más oscuro aún, pero algo dentro de mí me impulsaba a seguir, a no frenar.
Pero de repente, sin razón aparente, la moto comenzó a reducir su velocidad. Mi mente se llenó de dudas, y mi cuerpo reaccionó como si hubiera sentido la advertencia. Frené ligeramente, aunque no entendía del todo qué había pasado. Miré a mi alrededor. El sendero ahora parecía más estrecho, los árboles se cerraban sobre mí, formando una barrera casi impenetrable.
—¿Qué demonios estoy haciendo? —me regañé a mí misma, viendo el paisaje que de repente parecía menos acogedor y más desconocido. Las hojas de los árboles se movían lentamente con la brisa, como si el tiempo en ese lugar fuese diferente, más lento. La sensación de estar perdida, tanto física como emocionalmente, me invadió. Miré hacia atrás, y la carretera ya no era visible a través del sendero. Solo veía árboles que se extendían por los alrededores. Miré hacia adelante, y allí estaba: la salida del sendero.
Suspiré y saqué el papel que me había dado la chica antes. La dirección estaba escrita en una letra cursiva, fina, casi perfecta: