Estaba algo perdida, desorientada, como si todo a mi alrededor se estuviera desmoronando poco a poco, deshilachándose con cada paso que daba. Cada vez que avanzaba por los pasillos de la Universidad, el peso de mis propios pensamientos me aplastaba, y el eco de mis pasos resonaba en las paredes vacías, como si me estuviera alejando de todo lo que conocía, de todo lo que alguna vez pensé que entendía.
Era un sentimiento extraño. Como si el mundo se hubiera deshecho de un golpe, dejando al descubierto una realidad mucho más grande, mucho más aterradora. Pensar que había caminado durante meses, sin saberlo, entre tantos seres sobrenaturales, criaturas de otro mundo que siempre quise mantener a millas de mí, que siempre pensé que vivían en un plano distinto, ajeno a la vida de los humanos. Pero no era así. Ellos estaban cerca, mucho más cerca de lo que nunca imaginé. Y peor aún, ellos me habían estado observando, rondando mi espacio, mis pensamientos, sin que yo siquiera me diera cuenta. Aquellos seres que parecían mirarnos con desdén, como si fuéramos nada más que hormigas a sus ojos, seres cuya existencia parecía mucho más importante que la de cualquier humano, y yo… yo estaba atrapada en su mundo.
Ahora todo tenía sentido, o al menos eso creía. Esa extraña sensación de estar rodeada por algo que no entendía. El séquito que siempre seguía a Ethan, esa multitud de miradas fijas y casi despectivas que siempre me hacían sentir fuera de lugar, no era solo su grupo de amigos. No era simplemente su círculo cercano de compañeros. Eran mucho más que eso. Eran su Guardia Real, sus protectores, su brazo armado. Él, Ethan, no era solo un chico normal, alguien que aparecía en mis pensamientos en momentos de vulnerabilidad. Él era el príncipe heredero, el líder en espera, el futuro de la realeza licántropa. Y yo… yo no tenía ni la menor idea de lo que eso significaba, de las implicaciones que eso traía consigo.
El nudo en mi garganta se hizo más grande, más pesado. Mi mente intentaba procesarlo, pero no podía. Era como si algo dentro de mí se hubiera roto, como si todo lo que había sido mi vida hasta ahora hubiera sido una mentira. Apreté el libro contra mi pecho, el objeto frío entre mis manos me ofreció algo de consuelo, como si pudiera aferrarme a algo, como si pudiera aferrarme a algo que me recordara quién era antes de esta revelación tan aterradora. Pero no podía. No quería saber la verdad, no quería enfrentarme a eso. Estaba mejor sin saberlo, sin comprender lo que eso significaba, lo que se esperaba de mí.
Mi mente comenzó a dar vueltas, los pensamientos chocaban entre sí, cada uno más oscuro que el anterior. “No quiero ser parte de esto. No quiero ser parte de su mundo, de su guerra, de su reino de sangre”, me repetía una y otra vez, como un mantra que no hacía más que aumentar mi ansiedad. Y sin embargo, sabía que había algo dentro de mí que me estaba arrastrando hacia todo eso. Como si el conocimiento fuera un veneno en mis venas, un veneno que no podía ignorar.
Por eso siempre digo que el ser humano sufre por ser inteligente. Cuanto más sabe, más entiende. Y cuanto más entiende, más se lastima. El conocimiento te libera, sí, pero también te destruye. Te expone, te hace vulnerable. Te saca del cómodo lugar donde todo es seguro, donde todo es predecible, y te coloca en un abismo de incertidumbre, de miedo. Cuanto más entiendes de algo, más te duele enfrentarlo.
Sentí una presión en el pecho, como si el aire hubiera dejado de circular, como si todo estuviera cerrándose a mi alrededor. Mis pasos se aceleraron sin que pudiera detenerme, pero no sabía a dónde iba. No sabía a dónde dirigirme. Lo único que quería era escapar, escapar de todo esto, de estas revelaciones, de esta nueva realidad que se me imponía. Me sentía atrapada, una mosca en una telaraña invisible, recorriendo los mismos pasillos que esos seres a los que temía, seres que me querían lejos, que no querían que los tocara, que me miraban como a una molestia, como a un obstáculo. No podía sacarme esa sensación de la cabeza. El desprecio de sus ojos, esa mirada que se sentía como un peso invisible, que me aplastaba, que me hacía más pequeña con cada paso que daba.
Sentí un nudo en el estómago. Me estaba ahogando, y todo lo que había sido mi vida hasta ahora, todo lo que había considerado normal, todo lo que había creído que era cierto, se desmoronaba frente a mis ojos. Y lo peor era que no podía hacer nada para detenerlo. No podía escapar de la verdad.
El miedo me invadió. Un miedo profundo, visceral, que me hacía sentir que todo lo que conocía había dejado de existir, que no había vuelta atrás. Estaba siendo arrastrada hacia un mundo que no entendía, que no quería entender. Y sin embargo, no podía detenerme. Todo esto me estaba alcanzando, y no sabía si estaba preparada para enfrentarlo.
Mi mente se repetía una y otra vez que era una humana, que no debía estar aquí, que no era más que una intrusa. Y al final, mi peor miedo era el saber que esa verdad que había ocultado durante tanto tiempo ahora estaba al descubierto. Ya no podía ignorarlo.