Dulce venganza

Capítulo 41

En cuanto Layla cerró la computadora, su celular sonó.

Al ver el nombre en la pantalla maldijo por lo bajo, su plan se había complicado un poco y lo que menos necesitaba en esos momentos era que su suegra la llamase. Apoyó su cabeza en el asiento, con sus ojos cerrados atendió.

—¿Hola? —habló.

—Pasa por casa temprano, tenemos que comprobar todo para la fiesta de mañana. —Layla se sentó recta de golpe.

Había olvidado la maldita fiesta de cumpleaños, sus ojos miraron a su primo, llorosos, lo que menos quería Layla era salir a planear cosas con esa gente. Lo peor de todo era que debía de felicitar y ver que todo salga perfecto para una de las tantas personas que arruinaron su vida, fingiendo una voz alegre contestó:

—Claro, nos vemos en un rato.

La rubia colgó la llamada, Matías, con mucho cuidado de no despertar a su bebé, lo metió en su sillita. En cuanto su esposa se sentó en la parte trasera junto a su hijo el hombre tomó su puesto de conductor.

Layla observó al pequeño Johnny dormir en su silla, los ojos de Marissa brillaban observando a su pequeño niño, una vez más Layla sintió esa sensación extraña en su pecho, pero la ignoró negando con la cabeza, cambiando su visión hacia el paisaje frente a ellos.

—Déjame a unas calles de Balley.—Matías asintió. —Muchas gracias, a ambos, de verdad. —sonrió con sinceridad y Marissa simplemente negó.

—Si tenemos que hacer hasta más por tí, lo haremos.

Ellos eran lo únicos a los que Layla consideraba su familia, Matías era lo más importante que tenía, él era la única persona en la que podía confiar ciegamente. Aunque no quería seguir involucrandolos en sus cosas, menos ahora que tenían a un pequeño a su cuidado, pero no tenía a nadie más. Al llegar a la casa se despidió de ambos y bajó del auto, caminó un par de calles hasta llegar a las puertas de la casa de los Harper.

La puerta fue abierta y ella entró.

—Bienvenida, por aquí. —el mayordomo de la familia la guió hasta la Sala en la que los Harper se encontraban.

—¡Oh! Llegaste.

La rubia sonrió con incomodidad. Su suegro se acercó a ella para llevarla hasta el sillón y sentarla a su lado. Los ojos de Layla bailaron nerviosos, sin la presencia de Henry en esa casa con toda esa gente mirándola y juzgando su más mínimo movimiento era algo insoportable, no lo quería admitir pero, cuando Henry estaba a su lado esa inseguridad frente a los Harper desaparecía, él era como un escudo trás el cual ella podía esconderse sin temor a nada, era algo extraño, Layla lo entendía muy bien pero, cuando su esposo se encontraba junto a ella todo parecía más en calma.

—Entonces, ¿ya tienes preparado el pastel? —Layla no tenía nada preparado, pero no podía decir eso frente a ellos.

—Claro, el pastel y la decoración están listas para mañana. —mintió con todos los dientes, se había olvidado por completo de esa tonta fiesta.

—Así me gusta, muy bien, ¿Jazmín? Tienes lista la orquesta, puedo suponer. —La joven se veía algo decaída, su cabello negro estaba sujeto en una coleta y su mirada no conectaba con nadie.

—Sí, está todo listo. —habló con voz suave, bajita.

Así continuó la tarde, pregunta trás pregunta, junto con respuestas concisas y firmes, por la tarde, casi noche, Layla volvió a la casa de su esposo, tomó un taxi y al llegar bajó sin cuidado tropezando con una piedra, cerró los ojos con fuerza esperando el golpe contra el pavimento que brillaba en la espera de su rostro, pero éste nunca llegó, en su lugar unas manos la sujetaron con cuidado de los hombros. La rubia subió la mirada, encontrando los ojos azules de su esposo, Henry alzó ambas cejas al ver que la chica no se movía, parecía idiotizada, pérdida en su mirada.

—¿Tienes hambre? —susurra el hombre.

Layla se recupera, se para derecha y niega con la cabeza para casi correr puertas adentro, se para en seco al ver todo lo que la esperaba, el suelo de la entrada se encontraba lleno de pétalos de rosas que forman un camino hacia el comedor principal, Layla lo siguió con lentitud, Henry venía a sus espaldas, observando como la joven apenas parpadeaba con sus ojos grandes, estaba en un sueño, así se sentía Layla. Su esposo corrió la silla para que ella se sentara, la mesa estaba perfectamente ordenada, decorada con velas que iluminaban de forma cálida el lugar. Layla volvió la mirada al frente, mirando con seriedad a su esposo, el hombre tenía una mirada tranquila, la rubia no podía adivinar lo que pasaba por su mente.

—¿A que se debe todo esto? —pregunta ella, la copa a un lado de su plato brillaba con el color del vino.

—Solo quería cenar con mi esposa, una pequeña cena. —Layla no tenía ni un poco de confianza en él, pero su estómago gruñia.

Llevaron la cena con tranquilidad, cenando con conversaciones triviales y en las que no requería prestar demasiada atención a la persona que tenían al frente. Henry en un momento se perdió observando a la mujer frente a él, el castaño aceptaba que Layla era bellísima, tenía ojos grandes y negros, una piel blanca algo tostada por el sol, sus labios no eran demasiado grandes ni tampoco tan pequeños, en realidad eran bastante perfectos, su nariz era pequeña y respingada, encajaba a la perfección con todo lo demás. Lo único que cambiaría de su apariencia sería el cabello, Henry pensó que Layla se vería mucho mejor con el cabello castaño.

—Cuando era pequeño, tuve una amiga, ella era dulce y tenía ojos brillantes, me hizo compañia cuando creí estar solo en el mundo. —Layla quedó quieta en su lugar, escuchando atenta las palabras. —Tenía un hermoso cabello castaño y una sonrisa que alegraba el alma, junto a eso una carita angelical. —Henry creyó ver a esa niña en su esposa. —Eres tú, ¿cierto?

Layla se tensó, por un mini momento entró en pánico, no quería que su esposo supiera la verdad, al menos no ahora, no estaba lista para que el supiera que lo esperó por diez años, que no pudo dejar de pensar en él todo este tiempo, Layla no quería que Henry descubriera uno de sus tantos secretos.




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