Dulce venganza

Capítulo 66

Vivía en un ambiente lleno de drogas y alcohol, su madre era una prostituta y su padre un desconocido, era una niña que vivía llena de morados y las lágrimas dejaban un camino en sus mejillas por horas y horas todos los días. A la edad de cinco años vagaba sola por las calles oscuras, donde ni el hombre más valiente se animaría a caminar solo, las luces fallaban y el ambiente era pesado, se escuchaban voces de personas que se ocultaban en medio de la oscuridad esperando el momento perfecto de atacar a algún alma en pena que se encontrara en solitario, la niña caminaba con miedo, sosteniendo sus manos con nerviosismo, buscando a su madre en aquella calle interminable que cuanto más se adentraba más profunda se hacía su oscuridad.

—¿qué haces por aquí, niña? —una profunda voz la hizo detener su andar.

—Busco a mi mami, tiene el pelo rojo y la piel muy blanca, es alta y muy flaquita.—dijo con voz inocente.

El hombre sonrió de lado, extendió su mano grande en dirección a la pequeña, la niña dió un paso atrás asustada, ese desconocido le estaba ofreciendo su mano pero no le daba buena espina.

—Esta bien, sólo quiero ayudarte. —dijo aquél hombre, sonrió más ampliamente.

Algo dubitativa tomó la mano que le ofrecían, con miedo siguió a ese hombre hasta un auto negro con vidrios polarizados, observó al hombre alto unos segundos antes de mirar hacia atrás y subir al vehículo, se sentó a un lado de ese señor y esperó curiosa a llegar a donde sea que la llevaban. Cerca de veinte minutos después una enorme casa de alzó frente a ella, la puerta fue abierta de par en par, una mujer pareció frente a ella, sonriendo de una forma amable y llena de confianza.

—Hola, pequeña, bienvenida.

La niña fue bañada, vestida, peinada y alimentada, fue llevada a una linda e iluminada habitación en tonos pastel, se acostó en la cama acompañada por esa mujer mayor que le sonreía en todo momento, con dulzura leyó un cuento hasta que la niña se durmiera. Sin explicación alguna la pequeña fue dejada en esa casa, la señora mayor era lo único que veía a medida que pasaba el tiempo, le enseñaron a comportarse de forma apropiada, a leer y escribir, notaron su inteligencia en poco tiempo pagando sus estudios y haciendo de ella parte de su familia.

O eso creía, a los once años su cabello fue teñido de color castaño, su precioso cabello color sangre había sido completamente cambiado, la vistieron con un lindo y delicado vestido rosa que llegaba hasta sus rodillas, su cabello fue atado en una coleta y sus bonitas mejillas maquilladas con un suave rubor, era la primera vez que aparecería en público, Marlene, la amable señora que la había criado desde los cinco años se encontraba igual que ella, vestida de manera elegante y con su característica sonrisa firme en su cara.

—Debes de ser una buena niña, iremos a una linda fiesta y conocerás a alguien importante. —dijo arreglando el cinto en el vestido de la menor.

—Sí, señora. —sus ojos lucían tristes pero estaba agradecida con esas personas desconocidas que la habían sacado de esa oscuridad.

No sabía que sería de ella si esa noche no hubiera aparecido ese hombre para traerla a esta nueva vida, pero tenía una idea, de seguro terminaría en el mismo camino que su madre, envuelta en el alcohol y las drogas. Dejando ir un sonoro suspiro subió al auto, el viaje no fue muy largo, llegaron a una bonita casa, con una gran fuente que daba la bienvenida a sus invitados, la puerta del auto fue abierta y la primera en bajar fue Marlene, a los pocos segundos la niña se dejó ver, todos los ojos sobre ella, una niña en verdad hermosa.

—Estás aquí. —oyó la voz de aquel hombre que la había salvado.

Subió la cabeza con lentitud, sus bonitos ojos se encontraron con la sonrisa del hombre, contento éste la saludo, la tomó de la mano con delicadeza y la presentó a varias personas que ahí se encontraban.

—Ella es Lucille, es hija de Marlene Sanders, mi querida amiga. —dijo, la niña no dijo palabra alguna, solo observaba a su alrededor con algo de nerviosismo.

—Abuelo, ¿puedo retirarme? —un joven se acercó a ellos, sus ojos eran azules y su cabello castaño caía con elegancia sobre ellos.

—Henry, justo a tiempo, déjame presentarte a Lucille Sanders, es nueva en la ciudad ¿puedes ser su amigo? —el chico en ese momento no pudo sacar palabras para negarse.

Se parecía a la niña que había dejado atrás hacía un tiempo, tenía rasgos parecidos y sus ojos se mostraban igual de tristes. Sin detenerse a pensar demasiado tomó la mano de la niña y la llevó hasta el sillón cercano, en silencio observó con detenimiento cada rasgo de ella, sonrió y acarició su cabeza.

—Seamos amigos. —la niña se sintió segura con aquel niño, sonrió con timidez.

Pasaron cinco años, eran los mejores amigos, crecieron con total comodidad y alegría, uno al lado del otro, sabiendo hasta lo más mínimo del otro, conociéndose como nunca nadie más lo haría, Lucille fue citada a la casa de los Harper una mañana, con algo de miedo se acercó hasta ahí, la figura de la señora Harper se alzó ante ella, bajó su cabeza y saludó.

—Sígueme.—fue lo único que dijo la mujer, caminando hasta el fondo del pasillo de la mansión Harper.

La siguió en silencio, esa mujer no le daba buenas vibras, se sentía sofocada con su sola presencia. Llegaron a una habitación, parecía ser la Oficina de la madre de Henry, sin chistar entró, parandose justo frente al escritorio de la hermosa mujer.

—Toma asiento. —ordenó Marissa.

—Permiso.—obedeció al segundo.

—Iré directamente al grano—cruzó sus manos con su voz firme. —queremos que estudies en Francia por dos años, regresas dos o tres veces al año. —la chica no entendía el repentino cambio pero no podía refutar.

—Sí, señora.

Sin más así ocurrió, dos meses después viajó a Francia y al regresar no podía despegarse de Henry, en esa familia no le faltaba nada, lo tenía absolutamente todo, tenía estudios, pronto un trabajo estable, tenía las mejores ropas y comida, podía pedir X cosa y la tendría en solo horas, pero había algo que amaba con toda el alma de esa familia, Henry Harper era lo que más le importaba, sin él se volvería loca. Sus dos años en el extranjero habían pasado rápido, pero su estadía en el Reino Unido se hizo aún más corta, no sabía la razón y le daba miedo cuestionar hasta lo más mínimo, en menos de un año ya se encontraba nuevamente estudiando en el exterior, fue enviada a Chile esta vez, aún más lejos, las posibilidades de volver con frecuencia se habían convertido en nada, cinco años pasaron con lentitud, creció convirtiéndose en una bellísima mujer, Henry solía ir a visitarla de vez en cuando pero con el pasar del tiempo sus visitas eran cada vez menos frecuentes, se comenzaba a sentir sola.




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