Dulce venganza (edición)

El siguiente eclipse total

Ella no estaba segura de lo oscura que podía llegar a ser su abuela y de los misterios que la rondaban, solo lo sentía.

La sentía densa en los días grises y agradecida en los días de lluvia. La encontraba extraña en el amanecer, rezándole a la tierra con devoción; la encontraba misteriosa con sus ojos negros y profundos en cada atardecer, como si estuviera conectada con la tierra o quién demonios sabía qué. 

Sin dudas, su abuela era un misterio y, aunque Florence llevaba toda su vida a su lado, aún no era capaz de leerla ni de interpretarla, al menos, no como ella anhelaba. 

Caminó timorata por el pasillo para escapar de esa tortuosa reunión.

No obstante, se moría por ser valiente, aunque fuese una vez en su vida y marchar sin darle más importancia al descortés de su jefe, se dio la media vuelta antes de ingresar a su salita de copias y se encontró con la preocupada mirada de Kaled, quien seguía sintiendo que algo no estaba bien.

Y no era una sensación ligera, era pesada, como cuando tienes la verdad frente a ti, pero eres ciego para verla con tanta claridad. Aun así, continúa allí, rondándote, diciéndote que algo está mal, que te estás equivocando y que abras los ojos antes de que sea demasiado tarde.  

Se miraron a los ojos por última vez antes de que todo cambiara.

Se miraron con preocupación y miedo y, si bien, cada uno siguió su camino, no se anticiparon a que ya no iban a poder separarse otra vez. 

Kaled se encerró en la privacidad de su oficina pensando otra vez en lo que la abuela de Florence le había dicho, mientras él se burlaba de sus creencias y descendencias, muy típico de él, ser un irrespetuoso con los adultos mayores.

La verdad, era un irrespetuoso con todo lo que tenía vida. 

Se sentó junto a una mesa decorativa que estaba rodeada de tres divanes individuales que embellecían su espacio; se agarró la frente y las sienes con las manos, nervioso al recordar lo extraño que se había sentido con la visita de la anciana.

Con ella no había podido fingir quién era y se había sentido tan expuesto que, empezaba a temer que la madura mujer descubriera alguno de sus secretos, es más, temía que descubriera sus miedos. 

Por otro lado, Florence corrió a su pequeña sala de fotocopias y se encerró conforme escarbó en su bolso para buscar su teléfono móvil. El calor que las máquinas emitían era insoportable, pero se quedó allí de todos modos, sudando con exageración y resistiendo. 

Era eso, o exponerse otra vez con el señor Ruiz.

Una vez que encontró su teléfono móvil, intentó comunicarse con su madre, con quien no mantenía una sana relación, pero a quien se veía en la obligación de recurrir cuando ya no tenía más alternativas.

Por más que deseó que la mujer cogiera su llamada y la aconsejara, ella no dio luces de esperanza y Florence se quedó tan asustada como acalorada. 

Quiso concentrarse en todo el trabajo que tenía pendiente, en los informes y proyectos en los que el resto del mundo trabajaba y ella ordenaba, pero por más que quiso, lo único en lo que logró pensar fue en el atrapasueños que su abuela le había obsequiado a su jefe. 

Estaba segura de que había visto uno igual cuando era una niña, y recordaba con claridad todos los problemas que aquella decorativa, pero significativa pieza había creado en la vida de sus vecinos.

Si mal no recordaba, sus vecinos se habían mudado transcurrido un tiempo, y no los había vuelto a ver otra vez en su vida.  

Cuando la una de la tarde llegó, Florence apagó todo y se arrancó de su puesto de trabajo, usando como excusa que saldría a comer. Corrió tan rápido por las pobladas avenidas que, las piernas le dolieron por la falta de costumbre al ejercicio y al movimiento. 

Nada le importó, ni lo loca que parecía corriendo por la calle y ni lo sudada que estaba, solo corrió en búsqueda de un auto que pudiera llevarla de regreso a casa y con su abuela.

Viajó tan intranquila que el chofer del auto no dejó de mirarla por el espejo retrovisor. Cuando llegó a su casa, estaba tan alterada y nerviosa que, ni la voz le salió cuando quiso gritar de rabia.

—Sabía que vendrías a comer, así que hice boloñesa —le habló su abuela desde la cocina. Florence caminó rápido para encontrarla—. Tu favorita —unió con dulzura y cuando volteó encontró a su nieta jadeando. La joven se afirmaba de los marcos de la puerta—. ¿Qué te pasó? —preguntó la vieja.

—A-Abuela… ¿cómo pudiste? —preguntó y soltó el llanto descontrolado, ese que le subió por el pecho entre suspiros y palabras que no tuvieron mucho sentido—. Me has dejado en ridículo con el señor Ruiz —lloriqueó dramática. 

Su juvenil abuela miró todo el drama que armaba con una burlesca sonrisa dibujada en la cara; se acomodó las manos en las caderas antes de enfrentarla. 

—¿Cómo pude qué, Flor? —preguntó su abuela y se hizo la tonta.

—Visitaste a mi jefe y le llevaste uno de esos a-a… atrapasueños —balbuceó asustada y la anciana le dedicó una mueca de desinterés—. Dijo que la lana era blanca y que se puso negra…

—Se puso negra como su alma, Flor —interrumpió la mujer y miró a Florence con rabia—. Tiene treinta días para cambiar y tienes que ayudarlo, Flor; si no se van a quedar así hasta que ocurra el siguiente eclipse total —amenazó seria y pensó algunos segundos antes de continuar—, y eso ocurrirá el próximo veintiséis de mayo.  



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En el texto hay: amor y odio, cambio de cuerpo, trastorno alimenticio

Editado: 01.02.2021

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