Cuando los aires estuvieron más calmos, regresaron al interior del auto y viajaron hasta una popular cadena de supermercados hablando sobre lo emocinante que había sido para Kaled enfrentar a los médicos de Flor, los que se habían mostrados sorprendidos por su cambio.
Cuando la muchacha escuchó lo que Kaled decía, con el pecho inflado y orgulloso de ese momento tan especial, ella se derrumbó por dentro y es que el cambio no era suyo. Todo lo que estaban atravesando era falsa cara a una verdad que ella había estado evitando revelar para no hundirse todavía más.
El sol de la tarde empezó a quemarlos con prisa y Kaled buscó un estacionamiento techado para mantener el interior del vehículo fresco. Él ordenó algunas de sus pertenencias de mujer para bajar, entre esas, sus productos higiénicos, y es que el periodo empezaba a manifestarse poco a poco y algunos cambios emocionales le invadían desde lo más profundo de su ser.
—Quería comprar uvas, frutilla y queso para acompañar con vino, y llevar mate para tomar en la tarde —alegró Kaled, ordenando el interior del auto con cuidado.
—Kaled… —siseó Florence con temor.
—Podemos llevar galletas para acompañar el queso cremoso —continuó, pero la chica a su lado seguía intentando llamar su atención.
—Kaled…
—Tienes que comprarte un bañador, porque no te traje uno.
—¡Kaled! —chilló ella y le miró con horror. El hombre se sorprendió por la potencia de su grito y volteó en el asiento del piloto para hablarle directamente a la cara—. Cuando el hechizo de mi abuela se acabe, voy a volver a mi cuerpo y me seguiré sintiendo fea, gorda y grotesca. Voy a meterme los dedos en la garganta y voy a dejar de comer por dos o tres días para sentirme bien —reveló sin siquiera respirar, con los ojos apretados y los puños por igual, aferrándose fuerte de los pantalones sueltos y veraniegos que llevaba.
Suspiró cuando acabó, cuando se sintió tan libre que pensó que se iba a desmayar. Abrió los ojos para encontrarse con la mirada tranquila de Kaled, quien llevaba su cuerpo con delicadeza. Esperó asustada a que el hombre contraatacara, pero eso no ocurrió y temió por la actitud despreocupada que él le enseñó.
—¿Te gusta tener mi cuerpo? —le preguntó Kaled afirmándose del volante del auto.
—Bueno… —titubeó ella—. Sí y no.
—¿Por qué sí y por qué no? —preguntó él, con tranquilidad.
Se tomó algunos segundos para abrir las ventanas del auto y poder respirar aire fresco, aunque caliente, y es que el verano les pegaba con fuerza, y luego encendió el estéreo del auto para ayudar a la joven a relajarse un poco con buena música.
—Sí, porque me gustas mucho y me divierto explorando y aprendiendo de ti —siseó tímida—. Y no, porque igual extraño mis cosas de mujer —agregó con poco aire en los pulmones.
—Imagínate que vuelvas a cometer los mismos errores de antes —siseó él con seguridad cuando la joven le miró—. Vomitar, dejar de comer, torturarte con tonterías como el número de calorías o las tallas pequeñas —siguió, siendo tan comprensivo que Florence se sorprendió—. Sí eso vuelve a pasar, voy a pedirle a tu abuela que nos vuelva a cambiar, pero a la mierda los treinta días —continuó. Ella arrugó el entrecejo—. Voy a pedirle cien o doscientos días.
Ella se rio, burlesca y luego rodó los ojos.
—No, tú no harías eso —refutó y agregó—: eres demasiado egocéntrico como para perder tu cuerpo otra vez. —Estaba furiosa y rabiosa. El hombre le había tocado la fibra sensible—. No perderías tantas oportunidades de tener sexo o de conocer a tantas mujeres bonitas.
—Me importa un carajo el sexo, en tu cuerpo siento otras necesidades —respondió él, poniendo cara de poco interés.
Flor se puso roja y tembló de pura rabia.
—Bueno, no volverías a hacer algo así —contestó infantil.
Kaled se rio.
—Yo valoro tu cuerpo, Flor. Creo que es hermoso y perfecto, y cuando tú entiendas lo bueno que tienes, lo hermosa e inteligente que eres, te voy a devolver tu cuerpo…
—Pero…
Diaz quiso interrumpir, pero el hombre la hizo callar con un movimiento de su mano y como no poseía fundamentos para refutar aquello, cerró la boca para dejarlo hablar.
—No voy a dejar que sigas lastimándote, ¿entendiste? —le preguntó con seriedad y ella se mantuvo perpleja, casi idiotizada con su actitud protectora—. Dime que sí entendiste —exigió.
—Entendí —respondió ella con lágrimas en los ojos.
El hombre ignoró su llanto para bajar del auto con su linda cartera amarilla brillante colgando en el hombro, y esperó a que ella hiciera lo mismo.