La joven miró el bolso de viaje que tenía en el regazo con curiosidad y pensó detenidamente en lo que llevaba en su interior. No sabía cuánto tiempo se quedaría con su abuela, de seguro el necesario para entender todo y deshacerse de esos miedos que aún le quedaban sobre la piel, como residuos de una enfermedad contagiosa de la que poco a poco se curaba.
Cuando llegó a la parada del bus, bajó con sosiego y caminó de la misma forma por la calle, sonriendo al ver esas manzanas coloridas y repletas de altos árboles que la habían visto crecer.
Antes de atreverse a llamar a la puerta de su casa, pasó por una vieja pastelería popular que su abuela adoraba y le compró un pie de limón. No podía llegar con las manos vacías, no después de todo lo que había hecho por ella.
Cuando llamó a la puerta, su abuela no tardó en abrir y se mostró tan satisfecha de verla que, no dudó en echarse a sus brazos a llorar.
Florence la recibió con sorpresa y también timidez; de todas las ideas que se había hecho respecto a ese reencuentro con su abuela, que ella llorara no estaba entre sus principales ideas.
Se había puesto en diferentes escenarios, en discusiones acaloradas, dramáticas e incluso llenas de rabia, pero nunca se imaginó que su abuela se emocionaría tanto de volver a verla, incluso de recibirla con tanta calidez.
—Ay, mi niña, qué bueno verte —saludó la abuela, abrazándola con fuerza por la cintura.
Florence la abrazó con su mano libre y se recostó en su cabeza y cabello blanquecino con dulzura. La había extrañado tanto que tuvo que buscar su aroma y cerrar los ojos para llenarse de ese amor incondicional que la abuela siempre le brindaba sin esperar nada a cambio.
—¿Y dónde está Kaled? —preguntó la anciana y se alzó en sus pies para mirar afuera.
Ella se rio y se sorprendió de lo preocupada que estaba su abuela por el hombre y la miró con las cejas en alto, haciéndose la ofendida.
—Te vengo a ver después de casi un mes y te traigo un pie de limón de regalo, ¿y tú solo preguntas por Kaled? —preguntó ella divertida.
Su abuela se rio y la abrazó por la cintura, empujándola para que ingresara a su casa.
—Vi en las noticias que vendió su agencia y que se quedó sin nada —curioseó la abuela y miró a su única nieta con grandes ojos.
Flor bufó divertida y rodó los ojos, mostrándole así a su consejera que no le importaba hablar del hombre. Pero como estaba tan embrollada con él, por esos sentimientos intensos, no pudo aguantarse y tuvo que agregar algo para calmar esa sed que el hombre le producía.
—Dice que ahora es pobre, pero feliz —le dijo Flor cuando la mujer la llevó hasta la cocina de la casa.
—Ya no es pobre —contestó ella y empezó a preparar todo para el té de la tarde. Flor la miró como si hablara cabezas de pescado—. ¡Te tiene a ti, niña!, y eso lo hace más rico y afortunado que cualquier otro hombre.
Flor contuvo un suspiro que la hizo sentir inflada y mareada. No sabía cómo entender las palabras de su abuela, la que a veces resultaba más loca que cualquier anciana que ella hubiera conocido; y aunque esperaba decir algo incongruente y desatinado de ella misma, como siempre solía hacer, menospreciándose y humillándose, no dijo nada y razonó la verdad con tranquilidad.
—¿Té o leche? —indagó la abuela y le mostró las dos ollas que contenían aquello que le ofrecía.
—Té con leche —respondió Florence divertida.
Y su abuela se movió más enérgica que antes por la apretada cocina. Le preparó un té con leche y dividió el pie de limón para compartirlo con ella.
Se sentaron en la mesa redonda a comer y a disfrutar del rico sabor del pastel que Florence había llevado de regalo. Estuvieron largos minutos admirándose con una sonrisa entre sus labios y comiendo en silencio, solo disfrutando de ese momento que tanto habían extrañado.
—Abuela…
—Sé que me odias, Flor, pero en mi defensa quiero decir que tú me obligaste a hacerlo —interrumpió la mujer y levantó las manos, mostrándole sus palmas conforme habló, pretendiendo verse buena e inocente.
Flor se rio y se limpió el borde de los labios con una servilleta. Negó con la cabeza y se acomodó en la silla para hablarle con la verdad.
—Eso ya lo sé y no estoy molesta si eso piensas —acotó Flor y revolvió su bebestible con una cuchara—. Abuela, ¿sabías que mamá siempre me robó el dinero de la pensión?
—Sí —le contestó ella con los labios fruncidos y se mostró orgullosa con el tema—. También la beca y todo lo que esa empresa te ha enviado con los años.
Flor se quedó boquiabierta y con muecas de horror dibujadas en todo su juvenil y brillante semblante.