Florence se despertó pasado las ocho y cuando vio la hora en su teléfono móvil, salió corriendo por todos lados, asustada por lo tarde que era. Se duchó a toda velocidad y se jabonó el cuerpo por igual.
Se vistió cuando aún tenía la piel medio húmeda y se cepilló el cabello largo con poco cuidado. Se dio jalones de la prisa que llevaba.
Ella corrió acorde se vestía al mismo ritmo que se ponía crema en el rostro y desodorante en las axilas.
«Podía ser gorda, pero no hedionda», se decía a ella misma con gracia.
Aunque no se daba cuenta de lo fea que resultaba aquella frase, se lastimaba un poquito más con esas palabras envenenadas que se repetía desde que tenía memoria.
—¡Abuela! —gritó al llegar a la sala y se sorprendió al no ver a la anciana hacer su tarea diaria: acomodar sus cactus al sol cada mañana—. ¿Abuela? —preguntó y miró a su alrededor; notó que las cortinas aún estaban cerradas, que la tetera no estaba emitiendo su característico pitido de hervido y que no había aroma a tostadas—. ¿Abuelita? —repitió y caminó para buscarla por la cocina.
Flor se dirigió hasta el calendario que tenían al fondo del lugar y revisó las anotaciones de la anciana, donde no encontró nada que pudiera decirle en donde la mujer se encontraba.
Ella le escribió una nota en una pequeña agenda de hojas rosas que mantenían para comunicarse; si bien, era un poco arcaico, la terca anciana se oponía a unirse a la tecnología, y odiaba todo aquello que tuviera pantallas luminosas y las famosas, pero escandalosas redes sociales.
“Abue, me fui al trabajo, nos vemos a las siete”.
Flor.
Ella corrió por la avenida principal que unía su calle, y buscó con desesperación algún auto que pudiera acercarla hasta la oficina en que trabajaba a diario, incluso los días feriados.
Florence atravesaba una crisis económica que, sin dudas, debía solucionar antes de que su cuarto año de universidad llegara para apretarle más el cuello.
Como no consiguió un taxi a tiempo, se vio forzada a viajar en bus y se acomodó en un asiento vacío. Cuando se vio tranquila en el asiento, revisó su cartera y las pertenencias que había llevado para ese día de trabajo; suspiró entristecida cuando notó que había olvidado el delantal que Ruiz le había exigido usar.
Tuvo fuertes impulsos por bajarse y regresar, pero como nunca pudo decidirse, terminó rindiéndose ante lo que aquello significaba: sufrir más humillaciones por parte del dramático de Ruiz y tal vez por parte de sus compañeras, las anoréxicas que siempre estaban de mal humor.
Marcó con su huella el ingreso a su jornada laboral y corrió a refugiarse en su pequeñita sala de fotocopiado, esa salita que no tenía luz natural ni ventilación y que la mantenía encerrada, aislada del mundo por largas horas, casi como una tortura.
Encendió las máquinas con prisa, repitiendo esa rutina con maestría y revisó el trabajo pendiente que tenía del día anterior. Organizó las primeras copias con soltura y se quitó la capucha negra que llevaba cuando las máquinas empezaron a producir calor.
Las tripas le rugieron producto del apetito que sentía y apenas salió de la salita de fotocopiado, Ruiz la interceptó con sorpresa; el hombre la dejó estática en la puerta y con el cuerpo tan helado que, en algún segundo, Florence pensó que se había muerto de un infarto cardiaco.
—Diaz —dijo serio y sin mirarla; revisó una documentación que llevaba en las manos—. Ve a hacerme un café y ven a mi oficina —exigió y, aunque la joven quiso refutar, no pudo.
Nunca podía, el hombre le resultaba tan dominante y fuerte que terminaba temblando bajo su mirada apabullante.
Florence levantó la mano para protestar, para decirle que ella no era su secretaria, sino su simple y desabrida asistente de fotocopias.
Ella abrió la boca y siseó absurdos titubeos que Kaled Ruiz ignoró; dejó a la joven con la palabra en la boca, sola, donde le mostró lo poco cortés que era, además del poco interés que tenía en escucharla.
Flor suspiró triste conforme caminó hasta la pequeña cocina que componía la agencia, no obstante, detestaba ingresar allí, pues siempre que lo hacía se convertía en la atracción y burla de todas las empleadas, encontró el lugar en completo silencio.
Preparó con prisa dos cafés: uno para ella y uno para su jefe. Se engulló con apresuramiento una dona glaseada y la masticó con tanta prisa y gana que, no le entró en provecho.
Se bebió su café del mismo modo. Se quemó la lengua y la garganta; cuando estuvo lista, caminó apresurada hasta la oficina de Ruiz, con el café humeante entre las manos y unas servilletas limpias atrapadas entre el mentón y su pecho.
—Señor Ruiz —dijo tímida e ingresó por igual a su oficina—. Le traje su café —siseó y caminó hasta su escritorio con la mirada clavada en la alfombra.
El hombre no respondió ante su ingreso. Se hallaba en la mitad de una conversación telefónica, pero al verla, sí movió algunos documentos en la punta del largo escritorio para que la muchacha acomodara el café caliente.
Ella obedeció agradecida de que no intercambiaran palabras ni miradas, y dejó el café donde ella pensó que era correcto.