Dulcemente Locas

Capítulo 14

MIRANDA

 

— Te dije que te quedaras quieta— Román se deslizó por la habitación como puma esperando cazar a su presa. Tomó de la estantería las tijeras que minutos antes mi madre había dejado ahí.

Intenté deslizar mi mano por los nudos con los que estaba fuertemente amarrada bajo unas vigas del techo sollozando.

— Pero no me he movido, sigo aquí— susurré adolorida.

Chasqueó su lengua para luego negar con la cabeza—, has sido una niña muy mala pequeña Miranda.

— No, por favor.

Mis piernas temblaban, estoy tan cansada, tan dolorida, ya había perdido la cuenta de los días en los que no había comido nada. No tengo ganas de luchar. Solo quiero que todo esto se acabe.

Román sonrió, sus dedos acariciaban las heridas abiertas de mi piel por golpes anteriores, su cuerpo irradiaba fascinación y excitación con lo que veía, ajustó los nudos en mis muñecas y volviendo a empuñar las tijeras me rodeo para quedar tras de mí.

Tragué saliva.

Él es un sádico.

El filo de las tijeras recorrió mis brazos, abdomen y nuca, no podía ver pero mis otros sentidos estaban alertas. En ese instante mi piel solo era papel que él cortaría en cualquier momento.

— Lo pasaras muy bien pequeña— lamió el lóbulo de mi oreja y enterró la punta de aquella herramienta en mi espalda, comprimí un sonido gutural de dolor, gritar, eso era lo que él quería que hiciera, aumentaba su libido con la forma en que me quejaba y expresaba mi dolor. Las lágrimas se amontonaron en mis ojos—. Siéntelo preciosa ¿Te gusta?

Quería muchas cosas, pero eso no era suficiente para que me dejaran en paz.

Quería morir para no seguir sintiendo, pero eso no era suficiente para que me dejaran ir.

Quería creer que alguien vendría a ayudarme, pero sabía que nadie lo haría.

ððð

Respira.

Eso era lo que tenía que decirme constantemente, a veces aguantaba la respiración y se sentía como si me olvidara de hacerlo. Limpié el sudor de mi frente y me quité las cobijas de encima. Revisé la hora en el reloj sobre la mesita de noche y suspiré.

04:32 am.

Mi hora maldita. La hora en que los demonios en mi cabeza hacen de las suyas para atemorizarme y no volver a dormir.

Me senté, coloqué mis pies sobre el frío suelo y apoyé mis codos contra mis muslos, entrecrucé mis dedos y puse mi mentón en ese espacio. Miré a través de mi ventana la melancólica madrugada y un estremecimiento provocó que mi piel se erizara.

Aún estaba oscuro y solamente las calles se alumbraban con las luces en los faroles.

Pienso, pienso, pienso, pienso.

Inhalo, exhalo, inhalo, exhalo.

¿Qué podría estar mal conmigo?

La respuesta más corta es, todo.

Tenía miedo cerrar los ojos por temor a que esas horribles memorias volvieran otra vez. Hace cuatro años dejé de ser yo, ahora solo soy el intento de chica extrovertida que intenta camuflar su depresión tratando como la mierda a la gente y yendo de fiesta en fiesta buscando eso que se me perdió.

Odio los domingos.

Odio los sábados y los viernes.

Odio las sonrisas y ver a las personas felices.

Nada me llena.

Ya no siento nada.

¿Debería tenerle miedo a eso?

A veces me siento como invasora de mi propio cuerpo, soy como un fantasma que no es capaz de controlar sus acciones, actúo por impulsividad, realmente no pienso en las consecuencias que mis acciones puedan traer, me encargo de sobrevivir en el ahora, pero eso es tan deprimente.

Quiero tener proyectos, planes, como cualquier chica de mi edad, pero no tengo nada en mente.

Me levanté dando pasos ninja, Tara debe seguir dormida con lo perezosa que es, aunque con el más mínimo sonido se levanta. Entré al baño, revisé mi teléfono y vi las 3 llamadas perdidas de ese número tan familiar, las eliminé y vi los mensajes. Había dos de Theodore y uno de aquel desconocido.    

“¡Ya sé!        




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