¡Muy bien!
Me paré enfrente de mi cama recién bañada, vistiendo solo un vaporoso camisón y los brazos en jarras.
Repasemos lo que hicimos hoy.
Ya le dí de comer a mi sabali Níobe, terminé todo el papeleo de la biblioteca, limpié mi habitación, y hasta tuve tiempo para entrenar un poco más de tiempo.
¡Genial, hoy fue muy productivo!
A veces, al acostarme tengo la sensación de no haber aprovechado al máximo el día, de que pude haber hecho más. Supongo que se debe a la preciosa biblioteca allá abajo que me suplica ser leída. Mi abuelo me inculcó el valor de la lectura. "Los libros son tus amigos", decía él. Y en poco tiempo, le dí la razón. Los libros permitían conocer el mundo, conocer gente, adquirir destrezas mentales sin salir por la puerta.
"Los libros son la ventana a la realidad, la forma más segura de conocer el mundo", había escuchado alguna vez de una de esas telenovelas que encantan tanto a mi madre.
Por un momento, se me pasó por la mente leer unas páginas del ejemplar de La Eneida que reposaba en el sencillo tocador antes de dormir, pero todo el cansancio y la flojera cayeron sobre mis hombros.
Mejor mañana. No voy a estimular más mis neuronas.
¡Menos con la pluma de Virgilio!
Me tiré en la cama y me estiré sobre el colchón.
Las noches en Eldarya son tan apacibles.
Cuanta quietud...
Cuanta calma...
Invita a cerrar los ojos y unirse a las miles de almas durmientes en la oscuridad.
Mis párpados son cada vez más y más pesados...
La brisa de la ventana entra agradable...
Mi respiración se hace lenta y profunda...
Hasta que al fin caigo en los brazos de Morfeo...
«Erika».
Esa voz.
«Erika».
Me llama a lo lejos.
«Ya lo lograrás. ¡No te rindas!»
Su sonrisa es gentil.
Me observa con ojos cálidos.
«Definitivamente, Casa Blanca es mi película favorita».
Está junto a mi madre, besándola en la playa.
Me abraza y riega besitos por toda mi cara.
Me está enseñando a andar en bicicleta.
Su piel huele al Dior Savage que le regala mamá.
«Te quiero, cielo».
¡Papá!
Te extraño, papá.
Lo veo bailando con mamá en la cocina descalzos con la música de la radio de fondo.
Volví a ser una niña.
Volví a la casa de mis padres.
Hace frío. Mucho. Veo emocionada cómo la nieve cae a través de la ventana. Escucho las risas de mis abuelos bajando las escaleras. Por el aroma dulzón que viene con ellos, sé que beben chocolate caliente.
Todo es tan hermoso. Todo es tan simple.
Así son los días de la niñez.
Papá, mamá y yo nos la pasamos jugando el día entero haciendo guerras de bolas de nieve, muñecos, deslizándonos en trineo mientras que los abuelos reían, charlaban y se daban mimos en el porche.
Llegada la noche, me resfrié.
Detesto enfermarme, especialmente los resfríos. Son varios días sucesivos sin respirar bien por la nariz mocosa, la boca seca, dolor en el cuerpo entero y un estado de sueño perpetuo.
Excepto esta vez.
Por alguna razón nunca consideré mi convalecencia de aquella noche detestable como los demás.
Ahora ya lo entiendo...
Me encontraaba en cama entre colchas, calientita. Solo que no era mi cama. Era la de mis padres. Papá me dio de cenar caldo de pollo en su habitación mientras mamá buscaba la medicina. Luego se arroparon conmigo bajo los mullidos cobertores y vimos televisión hasta quedar dormidos. Creo haberme despertado por la noche y ver a mi abuela entrar en la estancia para cubrirnos con una manta extra. Se dio cuenta que yo estaba despierta y me regaló una sonrisa. De esas que sólo una abuela posee. Después de eso, no pude volver a dormirme, así que me quedé despierta contemplando cómo la luz del día bañaba poco a poco la estancia. Al girar mi cabeza me encontré con papá sonriéndome tiernamente.
Ése fue uno de los mejores días de mi vida.
Me sentía tan amada, protegida, cobijada.
Abro los ojos sintiendo el corazón hundido.
Níobe sube al colchón de un brinco para acariciar mi mejilla con su hocico de pony. Entremetó los dedos en su crin verde menta.