Dulces y Narcisos

Capítulo II Colisión

 

Durante la semana siguiente Candy repartió con mayor rapidez los pedidos, incluyendo al Colegio San Pablo para chicos. Todos los días veía un episodio similar, esos tres o cuatro vistos desde lejos. Sí, eran cuatro las moscas flotantes en campos verdes. Era vacaciones y ellos rondaban la escuela, seguramente con el único objetivo de amargar a cuánto se les cruzara.

 

Candy amaneció a su primer día de clases, tenía los horarios listos, los mapas y los reglamentos apenas por leer, pero ya habría tiempo. Eligió un vestido blanco de flores azules pequeñas, el abrigo azul marino y unas botas blancas altas por aquello del día lluvioso. Qué raro era el clima. Ayer apenas unas nubes opacaban el cielo, el sol salió deslumbrante y durante la noche había llovido y tenía planeado el día seguir así. Tomó el autobús más temprano que Annie, que iba a una escuela mucho más cercana a su casa.

 

Llegó atravesando el patio hacia la entrada del edificio principal. Observó cómo cada auto estacionado era flamante y conducido por choferes, las niñas salían con ropa de la temporada, algunas con gorros bonitos y otras en abrigos largos de colores vibrantes, no se usaba uniforme. Asistió a la primera clase sin ningún problema, todas las chicas tenían ya su grupo de amigas y no les interesaba mirar a nadie más. Eso parecía egoísta, pero estaba bien. Ser como la pared le sentaría a la perfección.

 

—Señorita Candice White. —Levantó la mirada sin creerlo, nadie en esta escuela la había nombrado, pero el profesor que apenas iniciaba su clase la llamó. Todas giraron a verla y fue así como advirtieron su existencia. Rayos…—¿Podría ponerse de pie para presentarse a la clase, por favor?

—Buenos días. —Las chicas se miraron una a otra, nadie contestó, solo el maestro— Mi nombre es Candy White— tuvo la intención de volverse a sentar.

—Señorita, Candice White, por favor, cuéntenos de dónde viene. —volvió a ponerse de pie, aclarando la garganta.

—Vengo de Chicago, Estados Unidos. —La sorpresa no se hizo esperar en las demás. — Emm… Trabajo en Candy Cakes y acabo de llegar, no conozco muy bien el lugar.

—Americana, ¿eh? —Susurró una pelirroja de hasta delante de las filas.

—Señorita Leagan, ¿algo que desee compartirnos? —La cabeza llena de rizos elaborados se puso de pie y con sonrisa maliciosa se dirigió a Candy.

—Seas bienvenida a Londres, espero que tu estadía sea agradable. —era de ese tipo de chicas con una sonrisa extraña, pensó Candy.

—Gracias. — Ambas se sentaron y la clase comenzó. ¿Cuánto faltaba para terminar el día?

 

En uno de los descansos, caminaba por los pasillos mirando los altos cielos bellamente decorados, sin fijarse, chocó con un cuerpo que chilló, era la misma pelirroja con otras dos chicas. Una rubia y la otra de cabello oscuro. Parecían un chiste. Las tres estaban finamente vestidas, usaban accesorios como una mascada, un cinturón o anillos acorde a los colores que usaban.

 

—¡Oye, fíjate!

—¿Estás bien Elisa? —preguntó una de ellas.

—Sí, sí, lo estoy. Oye, que… bonito vestido. ¿De qué marca es?

—¿Marca? —se miró Candy a sí misma. —Pues... Es hecho a medida —se lo había elaborado la Hermana María, de hecho.

—No, ¿de verdad? —las tres se sorprendieron.

—¿Y tú de quién eres hija? — Preguntó la morena.

—Disculpa, ¿tú y yo nos conocemos? —sugirió Candy, no le pareció una pregunta adecuada si recién se hablaban.

—Somos las chicas más populares, tenlo en cuenta, solo por ser nueva lo dejaré ir. Yo soy Elisa Leagan. Presidenta de la mesa estudiantil Junior. Mi hermana mentora es la Presidente Senior.

—Jennifer, —dijo la rubia— Mis padres son dueños de la industria textil.

—Mónica —la de cabello oscuro y blanca como la leche intervino— Mi madre fue reina de belleza, la mejor línea de cosméticos y almacenes son nuestros. — ¿nuestros? Esta tonta seguramente ni si quiera sabía restar.

—Así que, ¿de dónde saliste tú, de donde son tus padres?

—No, yo no tengo padres, yo soy huérfana. Vengo del Hogar de Ponny, ya les dije, de Chicago —A las tres se les cayó la quijada, sorprendidas, abrumadas, luego las risillas— ¿Qué, nunca habían visto una huérfana?

—Aaagh... Ya sabía yo que no eras de por aquí ni de nosotras. ¿Pero cómo llegaste aquí?, no me digas que por excelente promedio.

—¡Podría ser, ¿por qué no? Tú no me conoces.

—Oh por Dios… tienes un timbre de voz escandaloso. —Dijo la pelirroja con un acento totalmente fastidioso, a ella no le quedaba.

—Ya sé —dijo la tal Jennifer mirándose las uñas— Beneficencia.

—¡Claro!

—¿Beneficencia? —preguntó Candy.

—Sí, Ca—ri—dad —apuntó la rubia cada sílaba con un movimiento de dedos, como si las sostuviera de un hilo— Mecers se dedica mucho a eso, seguramente fuiste aceptada por caridad.




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